El Comité Federal del sábado 1 de octubre fue una jornada aciaga, la más dolorosa de cuantas reuniones del máximo órgano del PSOE entre Congresos hayan tenido lugar desde la Democracia.
Gritos, increpaciones, interrupciones continuas a quien quiera que intentase ejercer su derecho a la palabra, lágrimas y emociones dramáticas, determinaron la imposibilidad de abordar ningún debate ordenado -ni tan siquiera de acordar las reglas de procedimiento y de derecho al voto- a pesar de los recesos, poniendo de manifiesto, como intenté argüir a todo lo largo de un cónclave que se despeñaba a una vociferante asamblea tumultuaria, que no se daban las condiciones para discutir y votar.
Tras infructuosos esfuerzos por reconducir la situación y muchas horas agónicas se ordenó la votación del único punto establecido en el orden del día por la propia Ejecutiva: el calendario que preveía primarias en 20 días y un Congreso Federal dos semanas después. Fue el resultado de esa única votación, por llamamiento nominal, el que desencadenó la dimisión del secretario general, honrado por su gesto con el único aplauso de un día en todo terrible.
Como tantos asistentes y tantos miles de afiliados embargados de tristeza, he militado en el partido desde mi primera juventud. Nunca me costó tanto sobreponerme al peso de la desolación ante la toxicidad de un psicodrama colectivo cuyo desenvolvimiento mostró caracteres impropios de la identidad socialista.
No cabe subestimar la envergadura del daño. Es responsabilidad de todos tomar en serio el destrozo y disponer desde ya lo mejor de cada uno y de cada una para restablecer el clima de respeto mutuo y de reconocimiento, condición indispensable para un diálogo racional de contraposición de argumentos. Nuestra identidad y valores exigen cesar de inmediato las descalificaciones a que hemos asistido en una espiral desatada de acciones y reacciones, minada por juicios sumarísimos de intenciones tendentes a estigmatizar cualquier opinión y opinante en el marco prejuiciado de banderías y facciones en confrontación fratricida. O acabamos con los insultos -tuits, memes irrespetuosos, comentarios ofensivos ardiendo en las redes sociales- y enjuiciamientos apodícticos contra otros compañeros/as de nuestro propio partido, o esto acaba con nosotros.
Por supuesto que es verdad que a todos los socialistas debe ocuparnos en serio el declive -cuantitativo, pérdida de votos y escaños en cada convocatoria- de nuestra credibilidad y confiabilidad como alternativa al peor PP de la Democracia: urge nuestra reflexión a fondo acerca de nuestras derrotas ante una derecha dura, encenagada en corrupción, rechazada intensamente por cuantos no les votan, tanto por el despotismo de su mayoría absoluta como por su devastadora legislación antisocial a golpe de decretos ley sin escuchar a nadie y sin compasión por los más débiles y por los más vulnerables. Porque claro que nos duele que nuestro PSOE no haya sido capaz -no lo ha sido hasta la fecha- de derrotar a un PP con este balance a cuestas.
Propuestas, comunicación, conexión con los actores de una sociedad transformada, modelo de organización y de candidaturas deben encontrar su momento para una conversación, tan racional como extensa. Pero para hacerla posible y para que el PSOE vuelva a ser y parecerse a lo que ha sido, antes es imprescindible una reconciliación. Entre nosotros mismos. Sin ella no hay relanzamiento imaginable a la vista.
Así lo veo. El deterioro cuantitativo de nuestros apoyos electorales y de nuestra representación en sucesivas elecciones, en forma cada vez más dura, nos obliga a debatir, con largura y con grandeza, con profundidad de campo, nuestra posición política, nuestras apuestas estratégicas, nuestra organización ciertamente envejecida, nuestra comunicación y nuestras conexiones con los ejes vertebrales de la mayoría social, para decidir solo así, democráticamente, el liderazgo que cuente con el respaldo expresado por toda la militancia y una dirección que integre y reconcilie al partido. Y para recapitalizarlo -de ese capital humano de que se ha despoblado cada vez más el PSOE- y hacerle crecer de nuevo con vocación de mayoría y ambición de Gobierno.
Pero llegados a un punto al que no debimos llegar nunca, lo más urgente aquí y ahora es revertir el deterioro cualitativo del clima de convivencia dentro del propio PSOE. La banalización infantilizante de las descalificaciones y las invectivas sectarias cruzadas entre socialistas -“¡fascista!”, “¡traidor!”, ”¡vendido al PP!”, ”¡subalterno de Rajoy!”, “¡cómplice de la derecha!”- arriesga conducir al PSOE a la autodestrucción.
Antes de que sea tarde, acabemos cuanto antes con esta incrustación de una cuña de lo peor del populismo y de la amenaza viral de podemización de una forma de hacer, actuar y expresarse que es a mi juicio incompatible con la identidad socialista y con nuestro valor distintivo que es -desde Pablo Iglesias Posse (1850-1925)- el de la fraternidad.
La tristeza que produce haber asistido en directo durante los últimos días a la pulverización de cualquier posibilidad de debate racional y argumentado, basado en el respeto mutuo y la contraposición de argumentos y de ideas, y su sustitución por eslóganes simplones que niegan la complejidad de las cuestiones en juego, insultan la inteligencia y ofenden la dignidad de la militancia socialista y de un PSOE al que contemplan 140 años de historia. Esa forma de actuar y de expresarse entre nosotros -la que sufrimos a las puertas de Ferraz durante todo aquel 1 de octubre- es la negación del PSOE.
Pubilcado en El Español el 5 de octubre de 2016