La persistencia del bloqueo que atenaza la política española desde hace ya casi un año ha activado como en pocas ocasiones el gatillo de la imaginación de constitucionalistas y políticos, lanzados febrilmente a la búsqueda de alguna pieza del teclado institucional cuya reforma impediría "que esto vuelva a pasar".
Desde la reforma de la Constitución (art. 99) a la del Reglamento del Congreso (art. 85.2) pasando por la LOREG (art. 51), todos los resortes se prestan a discusión al objeto de agotar todas las opciones de evitar ¡votar por tercera vez en plena Navidad!
La hipótesis de una modificación del art. 99.5 CE exige accionar un cañonazo del mayor calibre: en ausencia de un Gobierno a la vista, transcurridos dos meses desde la segunda votación de investidura fallida, evitar que nunca más suframos la convocatoria mecánica de nuevas elecciones (indefinidamente reiterable, en caso de persistir la situación inconclusiva de ausencia de una mayoría de votos favorables a la formación de Gobierno) solo sería posible retocando la redacción actual. Pero sus consecuencias serían no solamente jurídicas -el rey ya no debería convocar nuevos comicios con refrendo del presidente del Congreso (art. 64 CE)- sino también política: si, en ausencia de una mayoría de investidura, se permitiera gobernar mecánicamente al candidato propuesto por la lista más votada, el coste de quienes se opongan por no votarle o abstenerse se minimizaría, rompiéndose así la actual espiral diabólica que tantos comentaristas han venido describiendo como "el juego del gallina": nadie se atreve a hacer ninguna concesión por respeto a lo comprometido ante sus electores en campaña, por miedo a perder la cara y ser criticado duramente por desdecirse de lo dicho y ser descalificado por ello por todos los demás partidos.
A partir de ahí, los hay que han puesto el acento en la superación de lo que todavía pervive de "mandato imperativo" (prohibido por el art. 67.2 CE) en nuestro parlamentarismo: desde propugnar el voto secreto en la investidura (permitiendo así, supuestamente, que algunos/as se abstengan sin dar cuenta de ello), a potenciar que en ejercicio del mandato representativo pueda darse cauce a una investidura frágil o condenada en el tiempo para pasar de inmediato al ejercicio del control que corresponde a la fuerza de la oposición parlamentaria.
Lo determinante reside, sin embargo, en los comportamientos. Si nuestra Constitución concreta nuestro modelo de democracia representativa en la "forma de gobierno parlamentario", ya es hora de despresidencializar la praxis hasta ahora experimentada, si es que no padecida: nuestro parlamentarismo ha sido presidencialista: hagamos, por fin, de una vez, un parlamentarismo parlamentarizado.
Y es que parlamentarizar nuestra democracia supone aceptar que el pluralismo político pueda, ocasionalmente, delinear mayorías claras, directamente de las urnas; o pueda, alternativamente, dibujar parlamentos complejos con situaciones abiertas, en las que pueda darse cauce, condicionadamente, a un Gobierno de aliento corto, con el encargo asumido de cumplir un conjunto o rango limitado de objetivos políticos o legislativos, pendientes de cuyo incumplimiento pueda producirse en su caso una disolución de la relación de confianza (vínculo fiduciario), haciendo caer el Gobierno y ser sustituido por otro que pueda conformar una mayoría alternativa (la moción de censura constructiva del art. 113CE), aun cuando su respectiva concomienda de gestión sea asimismo limitada al cumplimiento de algún objetivo específico y acordado (por ej.: una reforma seguida de la convocatoria de unas nuevas elecciones).
En este nuevo escenario, lo determinante aquí es que si los actores políticos no cambian de una vez de lógica y de comportamiento, no habrá nada que hacer para prevenir que un bloqueo como el que venimos sufriendo (y del que una mayoría de españoles manifiesta resentirse), y menos para evitar que se repita y cronifique.
Asumir este principio (la interiorización y metabolización política de la nueva pluralidad y complejidad del espectro de la representación dimanante de la urnas) supone cambiar de chip en todas las bandas sobre el terreno de juego. Para los nacionalistas, ser capaces de participar de decisiones y reformas que no pasen por el monotema y por el tamiz excluyente de la autodeterminación en pos de la secesión bajo el disfraz de un supuesto derecho a decidir que ningún Gobierno vinculado por la Constitución puede asumir sin quebranto. Para los partidos que no cuestionan la integridad de soberanía nacional predicada del conjunto de ciudadanos integrantes de la categoría de "pueblo español" en lo que respecta a cuestiones de reforma constitucional, procedería una reconversión de sus actuales actitudes de confrontación pura y dura para abrir nuevos espacios para la colaboración en la consecución de objetivos específicos y acotados en el tiempo.
Una legislatura corta, que abriese cauce a una ponencia de reforma constitucional pactada (por ej.: democracia, derechos sociales, regeneración democrática, federalización competencial y transversal, reconocimiento identitario, y reconocimiento de la plurinacionalidad de España desvinculada de toda pretensión de secesión unilateral...), en un tiempo acotado (por ej.: dos años) y conducente a la apertura de la vía de reforma constitucional agravada del art. 168 CE (convocatoria de nuevas elecciones, ratificación de la reforma y referéndum preceptivo), aseguraría en el futuro no solamente el desbloqueo sino que no se repita el actual impasse del que ahora nos dolemos.
Publicado en Huffington Post