Artículo de López Aguilar en el diario digital "República".
Los medios de comunicación se hacen eco estos días de la celebración, memorial y rutinaria, de este 9 de mayo en que tuvo lugar, en 1950, la Declaración Schuman (fijación de los propósitos europeístas proclamados aquel día por Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores francés, uno de los llamados “padres fundadores” de la construcción europea), que, desde hace varias décadas, viene identificándose como solemne “Día de Europa”.
Pero este 9 de mayo de 2016 son también muchos los medios que versionan a la UE en “la peor crisis de su historia”. Vengo insistiendo en esta idea desde el mismísimo arranque de esta glaciación europea que se explicó en sus orígenes como una “crisis financiera” que derivó en Gran Recesión. En efecto, la crisis de 2008 se ha cronificado en la UE a base de encadenar episodios no resueltos, cada uno empeorando el anterior, de modo que, como vengo explicando, contradiciendo el viejo (y manido) adagio por el que “Europa se hace con la crisis”, los europeos nunca antes habíamos visto una crisis como esta.
Se trata, efectivamente, de una gran crisis económica (recesión alternante con crecimiento raquítico y ausencia de expectativas para la inversión productiva), una gran crisis social (exasperación sin precedentes de las desigualdades, empobrecimiento de las clases medias y desesperación de los trabajadores), una gran crisis política(desconfianza, desagregación y desunión ante la adversidad que desmiente frontalmente el mito de la “unidad en la diversidad”… y clamorosa ausencia de liderazgo para reflotar la nave, señalar objetivos europeos y asegurar la voluntad de cumplirlos de una vez). Y, al fin y a la postre, una enorme, gigantesca crisis de identidad (qué es “ser europeo”, nuestra “razón de ser”).
Del mismo modo, vengo insistiendo también en que la renuncia a la dimensión política de la UE y la resignación a la irrelevancia global no son, sin embargo, una opción digna de ser barajada; no al menos desde mis valores socialistas y convicción europeísta y ambición federalista. La única vía hacia adelante sigue siendo Europa, altereuropeísta. Otra dirección, otra política, otro contenido y otra narrativa para Europa.
Es innegable, no obstante, que buena parte del desfallecimiento que venimos padeciendo tiene un componente transgeneracional. Un componente sedimentado, a estas alturas, en el agotamiento de la épica con que esculpimos las lecciones aprendidas desde la devastación y derramamiento de sangre de las dos guerras mundiales provocadas en Europa, desencadenadas desde Europa y contra la misma Europa. La restauración de “la paz” y la “reconciliación franco-alemana”, sin ser en sí irrelevantes, ya no mantienen la fuerza de persuasión suficiente como para seducir a las nuevas cohortes de europeos, cada vez menos proeuropeos y menos europeístas.
El contraste doloroso entre la alta motivación y movilización electoral de los antieuropeos y de los eurófobos -que votan en cada elección, y en cada referéndum, y lo hacen con mucha fuerza- mientras los europeístas votan cada vez menos y lo hacen “muy poquito y muy flojito”, subyace con claridad a la redefinición de los paisajes políticos nacionales (con la emergencia pujante de los nacionalismos, de la extrema derecha antieuropea y de los más variados y pujantes populismos reaccionarios), como ya antes se produjo la redefinición del paisaje europeo (puesto que el propio Parlamento Europeo ha sido el primero en acusar esta realineación crecientemente antieuropea de buena parte de la opinión pública de los Estados miembros).
La única alternativa -la única receta, el único antídoto para salir de este anticiclo, de este anticlimax europeo- es el relanzamiento de un activismo ciudadano, de un civismo proeuropeo que debe emerger ante todo de las generaciones más jóvenes: las generaciones Erasmus, las que han podido disfrutar de la libre circulación de estudiantes, investigadores, innovadores, emprendedores, en una comunidad de afectos transfronterizos e identidades compatibles a escala supranacional y en la elaboración de una nueva narrativa genuina, europeísta… y propia.
La nueva ciudadanía europea requiere un nuevo relato de europeos de cuerpo entero. Y solo esa ciudadanía consciente de su estatus y potencial, de sus derechos y deberes, puede proveer de esperanza a los 9 de mayo que aún nos queden por venir.
Artículo original en República