El fallecimiento de Antonin Nino Scalia, ultraconservador Juez del Tribunal Supremo de los EE.UU. (en adelante, TS), que fue dado a conocer el pasado 14 de febrero, espolea la crispación entre los sectores más extremos de los republicanos y demócratas en plena carrera presidencial. Pero también, por extensión, la discusión a propósito de jueces que hacen historia.
Es sabido que el modelo constitucional estadounidense (“modelo americano”) consagra una arquitectura de separación de poderes fuertemente caracterizada por la especial posición del Juez, de los Tribunales, del Poder Judicial (art. III de la Const. de EE.UU de 1787).
En efecto, el art. III de la Const. de EE.UU de 1787, encontró pronto desarrollo en la adopción de Bill of Rights y su Ley Judicial (Judiciary Act) de 1791. Desde entonces EE.UU emblematiza una Unión Federal con dos estructuras judiciales y fiscales (Public Prosecution Attorney) diferenciadas pero engranadas entre sí: la de la Unión Federal y la de los 50 Estados (federados) de la Unión.
Su reputación de independencia aparece ciertamente alimentada por su imagen en los grandes medios de masas (cine, TVE). En la realidad, opera como una estructura económicamente selectiva, socialmente desigualitaria, altamente politizada y permeada de intereses. En los escalones locales se muestra, además, vulnerable ante los poderes económicos y, por tanto, corrompible: las posibilidades de una resolución favorable dependen notoriamente del dinero a invertir en la defensa.
En este contexto se asume que los jueces de TS hacen a menudo historia: todos los jueces federales (no solo los del TS, sino también los de los Federal Circuits y los de Courts of Appeals) son designados “a dedo” por el Presidente de los EE. UU. Y desempeñan sus cargos vitaliciamente, por el resto de sus vidas.
La historia constitucional americana está jalonada de sentencias legendarias, que llevan el nombre de sus ponentes. Y la historia jurídica estadounidenses se identifica por etapas que llevan el nombre de las personalidades que presidieron el TS: desde John Marshall (principios del siglo XIX) al actual John Roberts, pasando por William Taft (antiguo Presidente de EE.UU.) o por el mítico Earl Warren (que encabezó la investigación por el asesinato de John Kennedy). Cada una de esas figuras dejó impronta en la jurisprudencia y orientación política del propio TS en cada momento histórico.
La muerte de Antonin Scalia en su rancho de Texas, hizo también historia el pasado 14 de febrero, en coincidencia con el 20 aniversario del asesinato en Madrid de Francisco Tomás y Valiente, inolvidable Presidente del TC español, víctima de ETA en su despacho de la Universidad Autónoma.
Antonin Nino Scalia llegó a ser el máximo exponente de una interpretación ultraconservadora de la Constitución: el Originalismo propugna como doctrina una lectura estática de la Ley Fundamental fijada en lo que quisieron sus “padres fundadores” a finales del siglo XVIII. Arraigada notablemente en la derecha más extrema y en la posición más proclive a la imposición de límites a los poderes federales a la hora de expandir por ley federal derechos de ciudadanía, y defensora por tanto de la potestad de los Estados (federados) para imponer sus propias leyes más restrictivas (aborto, pena de muerte, integración de minorías, acción afirmativa, LGBT…). La última gran ocasión en que Scalia firmó un voto particular (dissenting opinion) de gran repercusión doctrinal fue la STS Obergefell v. Hodges(2015), que invalidó la prohibición de reconocimiento de los matrimonios entre personas del mismo sexo, hasta entonces todavía vigente en al menos 13 Estados del total de 50, al interpretarla contraria a la cláusula “Equal Protection Under The Law” de la XIV Enmienda de la Constitución de EE.UU (adoptada en 1868, tras la Guerra Civil).
Curiosamente, el ponente de la STS sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo fue el Juez Anthony Kennedy, inicialmente alineado en el sector conservador (fue nombrado por Ronald Reagan en 1988), aunque derivase después hacia posiciones más “liberales” hasta el punto de inclinar la balanza hacia el sector progresista del TS en votaciones clave (como la sentencia de convalidación de la reforma sanitaria conocida como Obama Care, cuyo ponente fue nada menos que el Chief Justice John Roberts, ¡nombrado por G.W. Bush!).
Así, llamativamente, una entera rama de la Ciencia Política americana estudia el comportamiento judicial sobre la base de la influencia sistémica de Jueces que hacen historia.
La derecha republicana (con mayoría en el Senado, cámara que debe confirmar o rechazar los nombramientos presidenciales) discute al Presidente Obama su potestad constitucional de nombrar al substituto del fallecido Scalia. Lo cierto es que le corresponde enteramente esa facultad. E invoca su derecho a ejercerlo, consciente del impacto político que su decisión tendrá sobre el enjuiciamiento de su propio legado en un futuro inmediato.
Con este trasfondo en mente, el 20 aniversario de la conmoción producida por el asesinato de Francisco Tomás y Valiente nos recupera a la memoria de la clarividencia y estatura de aquella primera (hoy legendaria) formación del TC español.
Buena parte de esos gigantes se han extinguido físicamente: García Pelayo, el propio Tomás y Valiente, Truyol Serra, Latorre, y más recientemente, Luis Díez-Picazo y Francisco Rubio Llorente… supieron combinar solidez jurídica y alto sentido del Estado. Esa etapa hoy recordada como “dorada” del TC se prolongó después en la que lideraron M. Rodríguez Piñero y L. López Guerra.
Entrados ya en este siglo, el TC ha padecido un deplorable deterioro de prestigio en parte causado, sin duda, por la “fatiga de materiales” del propio edifico constitucional, pero también a la creciente contaminación del TC por los defectos sistémicos de la Justicia ordinaria: lentitud exasperante, saturación funcional y pérdida de consistencia y homogeneidad de su doctrina jurisprudencial. Y por sus errores de cálculo respecto de las consecuencias de sus propias decisiones sobre la textura abierta de la Constitución. Basta, para contrastarlo, los efectos registrados por su “sentencia más larga”: la STC 31/2010, sobre la constitucionalidad del Estatut de Autonomía de Cataluña de 2006.
Porque en la democracia todo poder comporta responsabilidad (art.9.2 CE), los jueces, cuando hacen historia, responden también ante ella.
Artículo publicado en República