Es parte del ADN europeísta de la familia socialdemócrata europea el principio rector por el que las tribulaciones que afecten política o electoralmente a cualquier 'Partido hermano' (Partido socialista) nos afectan a todos los demás.
Ello es doblemente cierto en el caso de Francia; no solo por tratarse de uno de los grandes de todos los tiempos, Estado miembro fundador de la integración europea desde su momento genésico (1951 y 1957), sino el modo en que la V República francesa (establecida por De Gaulle en 1958) epitomiza, incluso de forma paroxística, un síndrome social y político de mayor alcance europeo que el estrictamente doméstico o nacional francés.
Cierto, en el caso de Francia hay rasgos distintivos de su malaise específica. Por un lado, en lo económico, el descabalamiento de sus macromagnitudes y de sus cuentas se traduce en un déficit insoportable y una deuda pública insostenible. El malestar social es, en una envejecida y malhumorada Francia tan extenso como intenso, en una estructura tronchada de intereses sectoriales y corporativos enfrentados e incompatibles entre sí, lo que redunda, cómo no, en polarización y fuegos cruzados, dónde cada vez es más frecuente el "fuego amigo" en política.
Desde el punto de vista político e institucional resaltan también singularidades de la arquitectura de la Constitución de 1958, con su modelo semipresidencial basado en la elección directa del jefe del Estado (antes cada siete años, ahora cada cinco) y en su preeminencia sobre el Primer ministro y el conjunto del gabinete. Este diseño fuerza la dependencia de una doble legitimidad: la nominación presidencial y la confianza de las Cámaras, bajo el dominio de una Asamblea Nacional más fragmentada que nunca, lo que ha hecho inevitable la "cohabitación", expuesta a contradicciones que tarde o temprano se vuelven insalvables.
Pero lo que más impacta sobre el Partido Socialista Francés (PSF, heredero de la histórica CFIO), uno de los más veteranos y experimentados en etapas de gobierno en la familia europea, es hoy la conjugación del síndrome general en que se combinan, de un lado, la pujanza de la extrema derecha ultranacionalista y xenófoba de Le Pen (con un discurso incompatible con los valores europeos) y, de otro lado, la presión populista ejercitada sin tregua por una sedicente 'izquierda radical', la France Insoumise de Melénchon, con un comportamiento político cada vez más disfuncional e impredecible, si es que no aquejada de lo que Lenin explicó como "izquierdismo", "enfermedad infantil del comunismo", extremoso e intransigente en su determinación de minar cualquier coalición viable para un Gobierno progresista.
Para sortear sus actuales dificultades al PSF le hará falta una combinación de coraje, determinación, perseverancia y coherencia. Hay signos esperanzadores de que remonta a pendiente desde la postración en que quedó tras la Presidencia de Hollande (2012//2017), pero el camino será largo hasta revertir, que es de lo que se trata, la senda de crecimiento de la ultraderecha anunciado en las encuestas, y no parece tocar techo. El alcance general —en la escala de la UE— del síndrome de malestar francés puede explicarse en dos planos.Para sortear sus actuales dificultades al PSF le hará falta una combinación de coraje, determinación, perseverancia y coherencia. Hay signos esperanzadores de que remonta a pendiente desde la postración en que quedó tras la Presidencia de Hollande (2012//2017), pero el camino será largo hasta revertir, que es de lo que se trata, la senda de crecimiento de la ultraderecha anunciado en las encuestas, y no parece tocar techo. El alcance general —en la escala de la UE— del síndrome de malestar francés puede explicarse en dos planos.
De un lado, esa desconcertante ley demoscópica por la que todos los cabreos —desde la pataleta hasta el resentimiento y el odio— desembocan en pronósticos de incremento del apoyo electoral a los ultras, sin expectativa alguna de recompensa del voto ni de una respuesta eficiente frente a los problemas reales que actúan ya sea como fuente o como multiplicadores del malestar del que se nutre: la supuesta orientación del voto anunciada en las encuestas se basta con conglomerar el enfado, la rabia o la frustración expandidos entre quienes se perciben entre los “perdedores de la globalización” o del “globalismo woke” (bajo la preeminencia de algoritmos adictivos en redes sociales que fracturan a las sociedades abiertas en polos irreconciliables).
De otro lado, el pesimismo respecto de la "reformabilidad" de las instituciones mediante deliberaciones racionales y procedimientos democráticos. La "Francia irreformable", presa de fuerzas contrapuestas incapaces de alcanzar acuerdos, no ya digamos consensos, apunta a un síndrome más amplio que alcanza a un número mayor de democracias europeas, e incluso a la propia UE, cuyos mejores momentos fueron escritos en páginas que llevan la firma conjunta de formaciones europeístas de distinto signo.
La familia socialista, Partidos socialdemócratas, ha sido históricamente y se siente aún corresponsable del proyecto europeísta. Pero también aquí, urge una combinación virtuosa y sostenida de visión perseverante e iluminada con luz larga, mostrando coherencia política entre lo que se predica y se practica, entre lo que se dice y se hace, los valores proclamados y la hoja de servicios, y sobre todo coraje, no solo para frenar el trasvase hacia la ultraderecha, sino para revertirlo.
Pubicado en Huffington Post