Artículo publicado por Juan Fernando López Aguilar en El Huffington Post.
En cualquier otro país europeo, con los que compartimos tantos aspectos de la crisis y tantos valores en crisis, un primer ministro o jefe de Gobierno que se encontrase al frente de un partido político en el que se hubiera acumulado una suma tan alucinante de casos de corrupción como el PP español, habría dimitido, independientemente de que la mayoría parlamentaria de apoyo fuera absoluta o simple. Bien voluntariamente, aceptando su responsabilidad por alcance de la corrupción pandémica dentro de su partido, bien forzado por su propio partido en un movimiento en busca de su supervivencia colectiva, bien forzado por una presión mediática generalizada que de ninguna manera le hubiera permitido continuar en el cargo en semejantes condiciones.
En España, esa dimisión inexorable no solo no se ha producido, sino que tampoco hemos visto ninguna reacción en el seno del PP que permita albergar la menor esperanza de que su jerarquía sea mínimamente consciente de la enormidad de esos casos y de su devastador impacto en el desprestigio de su marca ante la sociedad, en la que cada vez es más ancha la franja que en las encuestas manifiestan con rotundidad que "nunca votaría al PP".
Es sabido que el éxito histórico del PP en la historia de la Democracia española -desde su refundación a partir de su antecedente, la neofranquista Alianza Popular- consiste precisamente en la concentración de voto de un amplio espectro de derecha (desde la extrema derecha hasta el voto liberal de centro, pasando por un segmento de intereses económicos y fiscales desideologizados) conformando así una base rocosa de apoyo incondicional que se ha manifestado incluso, en ocasiones (Baleares, Comunidad Valenciana, Madrid, Muria, Canarias...), indiferente o inmune a la corrupción de sus gobernantes o candidatos/as en listas.
Sin embargo, éstas son las horas en que no hay en el PP ninguna señal de exigencia de responsabilidades políticas. Ninguna demanda dirigida a quien, desde la presidencia del PP -Mariano Rajoy- encabeza objetivamente una organización en la que las tramas hace tiempo que dejaron de explicarse como "casos aislados" ni como "manzanas podridas": a estas alturas, describen un árbol con casi todas sus ramas en putrefacción, masivamente contaminado por una corrupción sistémica que sólo puede explicarse por un delirio de avaricia.
Lo cierto es que ni la fiscalía ni la judicatura -cuyos componentes, por cierto, se orientan mayoritariamente hacia posiciones conservadoras- han podido mirar indefinidamente hacia otro lado ante las evidencias y la acumulación de denuncias y testimonios, que han sido invariablemente excrecencia de sus propias redes y maquinaciones corruptas.
Solo un PP que pase a la oposición podrá reconsiderar su contraproducente inmovilismo refractario a todas esas reformas regeneradoras que requieren nuestra democracia herida y nuestro edificio constitucional.
Además, solo un PP que pase a la oposición podrá reconsiderar -con una nueva plataforma programática- su contraproducente inmovilismo refractario a todas esas reformas regeneradoras que requieren nuestra democracia herida y nuestro edificio constitucional, hace ya tiempo aquejado de fatiga de materiales: Ley electoral, Reglamento del Congreso y del Senado, órganos e instituciones (TC, CGPJ, RTVE), y la postergada reforma constitucional para poder acometer, entre otros importantes objetivos, la actual crisis territorial y la cuestión catalana, en un relanzamiento futuro de la integración constitucional de la diversidad en la unidad de España y en un proyecto compartido de convivencia desde el reconocimiento de las identidades múltiples, compatibles, no excluyentes.
Es cierto que esas reformas no pueden hacerse, sin más, sin el PP o contra el PP. Tanto por razones políticas -consenso e integración- como también por consideraciones aritméticas, sin el PP no es posible reformar la Constitución o la Ley electoral o los Reglamentos de las Cámaras. Pero es igualmente innegable que nada de ello podría hacerse con este PP, el de Rajoy. Tampoco parece posible que, mientras siga así Rajoy, toda la ciudadanía que no está ahora dispuesta a "indultar" la corrupción del PP hasta que se depure, vaya a pasar como si tal cosa la página de los sufrimientos de la pasada legislatura.
Buena parte de este razonamiento explica el bloqueo político de la situación post-electoral, empeorada por la taimada y tacticista decisión de Rajoy de "declinar" la investidura. El aislamiento del PP inspira la posición dimanante de la izquierda parlamentaria, en la que el PSOE sigue siendo el Grupo con más escaños. El PSOE debe intentar un Gobierno sin el PP, aunque ello obligue a modificar el horizonte de ambiciones realizables en esta legislatura.
Para las grandes reformas que España necesita, hace falta el PP, sí. Pero hace falta otro PP.
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