En el abultado recuento de daños colaterales causados por esos primeros cien días del comeback de Trump sobre la relación transatlántica UE/EEUU asombra particularmente la amenaza que se cierne sobre el futuro de Groenlandia.
Groenlandia es, a título propio, un caso ciertamente único.
No sólo lo es ciertamente en la perspectiva geopolítica, dado que el deshielo del ártico multiplica exponencialmente el interés estratégico de las nuevas rutas de navegación marítima que abaratarían los costes de transporte de carga en pasajes liberados para Rusia y China al norte de Groenlandia, un factor al que se suma la indisimulada ambición de explotar sus reservas de minerales raros.
Pero es que Groenlandia es, también, un caso único en Derecho constitucional y europeo. Unida a la Corona danesa desde el S. XIX, bajo su estatus singular de "Nación constituyente del Reino de Dinamarca". Este territorio inmenso (2.200.0000 Km2), escasamente poblado (apenas 60.000 habitantes), insular en el deshielo de su frontera norte con el círculo polar ártico, fue parte integral de la integración europea desde la adhesión de Dinamarca a las entonces Comunidades Europeas (1973), junto con el Reino Unido e Irlanda.
Habiendo disfrutado de autonomía desde 1979, lo cierto es que, en 1984, un referéndum entre los ciudadanos daneses residentes en Groenlandia, decidió modificar su estatus de integración en el Derecho europeo. Su opción de salir del espacio de aplicación del Derecho de la UE incorpora, desde entonces, un caso ejemplificativo: por primera vez desde la independencia de Argelia respecto de Francia (1962, cuando la República francesa ya formaba parte de las Comunidades Europeas), un territorio vinculado a un Estado miembro (EM) resolvía salir del ámbito espacial del ordenamiento europeo sin romper, ello, no obstante, su especial vinculación con el EM de pertenencia.
Mediando la correspondiente modificación constitucional (1985) de su Constitución de 1953, el Reino de Dinamarca mantenía su representación en la gigantesca isla nombrando un Rigsombudsman (Comisionado del Reino), y retenía amplias competencias de soberanía danesa (Defensa y Relaciones exteriores, entre otras), reconociendo a Groenlandia una autonomía singular e instituciones propias (con un Parlamento groenlandés con 31 miembros, describiendo un sistema de pluripartidismo habituado a los Gobiernos de coalición).
Una ulterior enmienda constitucional (2009) profundizó el estatus de autogobierno groenlandés, abriendo la posibilidad de una decisión democrática respecto de su propia independencia, a adoptar, llegado el caso, por referéndum entre sus residentes, siempre requerida de encaje constitucional en el Derecho danés.
Sorprende y choca, también aquí, la agresiva virulencia de la Administración Trump (maximizada por la visita del Vicepresidente J.D Vance a la base militar de EEUU sobre el terreno) con la se ha expresado la urgencia de hacerse con la soberanía sobre Groenlandia como una supuesta "prioridad de seguridad nacional".
No solo porque Dinamarca es también EM (fundacional) de la OTAN, vinculada por lo tanto por su cláusula de seguridad colectiva (art.5 del Tratado de Washington), sino porque la amenaza (que, conforme al Presidente Trump, no renuncia al “uso de la fuerza”) proviene de un socio y aliado no solo en la Alianza Atlántica, sino en la relación transatlántica UE/EEUU.
El daño es, pues, sistémico y mayor.
Ante semejante envite, es evidente que a la UE no le resta margen de duda ni error: debe alinearse, en todo, con su propio EM involucrado en la ecuación, el Reino de Dinamarca. En modo que no quepa otra opción que una decisión democrática eventualmente ratificada por parte de los residentes en Groenlandia, a la que debería subseguir su encaje constitucional mediante la correspondiente enmienda a la Constitución danesa de 1953.
De modo que también aquí la apuesta de la UE bascula sobre un mundo regido por reglas, basado en el Derecho y el respeto a la soberanía e integridad territorial de los Estados que conforman la comunidad internacional, así como a sus fronteras pacíficamente reconocidas.
No cabe margen de duda: ni para condescender con la bravuconería ni con el unilateralismo, ni con la fuerza bruta ni con la ley del fuerte, por más fuerte que se crea por temor a su declive. Los EEUU de Trump y Vance.
Publicado en Huffington Post