En España no hay costumbre de Gobierno compartido, por lo que es aconsejable que el plan para la formación y agenda del Ejecutivo tenga estrategia y garantías creíbles
Aunque los constitucionalistas la describamos como un “trámite”, la investidura no lo es. Desde luego no esta.
Más allá del debate sobre la coreografía, indumentaria o atrezzo, la radiografía de las Cortes tras el 20-D delinea una situación sin precedentes. Más oscura e impredecible en cuanto al arranque mismo de la Legislatura y la formación de Gobierno. La comprensión del art. 99 CE encierra un proceso político complejo y de alto voltaje. El Rey, que ha sido incitado desde numerosas tribunas a emplear a fondo su papel de “árbitro y moderador” (art. 56 CE), ha propuesto un candidato —Rajoy, que ha “declinado” incumpliendo su deber de presentarse e intentarlo— en la única ocasión en la que actúa bajo refrendo del presidente del Congreso (art.64 CE) y no de los miembros del Gobierno. Para la superación de ese test que supone la obtención de la confianza del Congreso en segunda votación (o en tercera, en adelante) sólo hacen falta más votos a favor que en contra: por “mayoría simple”. (art.99.3 CE).
Y en eso consiste investir. Pero la función de gobierno —gobernar— es otra cosa. Una cosa es el poder y otra distinta el Gobierno: en las sociedades abiertas, el primero está mucho más repartido que el segundo. Y, desgraciadamente, menos sujeto a reglas que la tarea de dirección política que la Constitución encomienda al presidente y sus ministros (art.97 CE). Necesita orientación, iniciativa, acción, capacidad, fortaleza y, cómo no, liderazgo. Y aunque estos intangibles requieran bastante más que un cálculo numérico de escaños para llevarla a cabo, la aritmética sí cuenta. Dirigir y responder de la política exterior e interior con unidad de discurso, asegurar el impulso a cada proyecto de ley frente a eventuales enmiendas a la totalidad, pilotar el procedimiento legislativo o vetarlo si afecta a los Presupuestos (art.136 CE), sacar adelante un viernes en Consejo de Ministros decretos leyes que el martes siguiente requieran mayoría del Congreso, es mucho más exigente (y estresante) cada día de la Legislatura de lo que fue el primer “trámite” en la casilla de salida: el de la investidura.
En España no hay costumbre de Gobierno compartido. Ello hace aconsejable que el plan para la formación y agenda del Ejecutivo tenga estrategia y garantías creíbles. Bien mediante una coalición con un programa común, detallado por escrito y bajo la supervisión de una Comisión paritaria que chequee su cumplimiento, bien mediante un contrato de Legislatura con objetivos tasados. En todo caso hace falta un guion que vaya más allá del enunciado de propósitos, y contraste, negro sobre blanco, la literatura y los hechos, de las musas al teatro.
Si, además, su narrativa es progresista y reformista —esto es, de cambio radical tras un devastador cuatrienio de un Gobierno de derechas con mayoría absoluta—, habrá que hacerse a la idea de las dificultades: la Constitución blinda su sistema de fuentes del Derecho, incluso frente al poder legislativo por mayoría simple, en gran número de campos. Así, el art. 81 CE exige leyes orgánicas (mayorías absolutas) para legislar derechos (incluye el Código Penal), instituciones centrales (Poder Judicial, CGPJ, TC o Tribunal de Cuentas), régimen electoral (desbloqueo de las listas), Estatutos de Autonomía (la cuestión catalana), referéndum (art.92) y financiación autonómica (art.158). Casi todo lo que arrastra la huella dactilar del PP será así difícil de borrar con mayoría simple: desde su Ley Mordaza a la Ley Wert, pasando por su control del gobierno judicial o las tasas judiciales, hasta la regubernamentalización de RTVE.
Igual mayoría absoluta requiere también la reforma de los Reglamentos del Congreso y el Senado (art.72 CE) para imprimir a la dinámica de nuestro parlamentarismo mayor transparencia, apertura e inmediación, flexibilizando el debate y disminuyendo el poder de los partidos y grupos sobre el parlamentario individual, tal y como persiguen las propuestas regeneracionistas. Mayoría aún más cualificada —y en las dos Cámaras, no sólo en el Congreso— precisan los nombramientos en órganos “colonizados por el poder político” (¡TC, Tribunal de Cuentas, CGPJ, Defensor del Pueblo, Junta Electoral Central, RTVE!).
En el capítulo de la “crisis territorial”, para actualizar el Senado y promover la integración de la diversidad en una unidad federal, es determinante constatar que, sin el propio Senado —ni menos aún contra este—, no va a ser posible retocarlo, dado que en la aritmética de esta segunda Cámara —que todavía sigue ahí— rige una mayoría absoluta de este PP, el de Rajoy.
Mientras continúe encastillado el PP como hasta hoy, no habrá, por tanto, reforma constitucional —ni tampoco una ponencia orientada a promoverla— que tenga ninguna oportunidad de ver la luz en la legislatura nacida el pasado 20-D, ni por consiguiente pueda ser completada en la siguiente: el Título X CE exige mayorías reforzadas para emprender cualesquiera reformas de cierto calado. Mediante la vía “agravada” del 168 CE, es preceptiva no solo la disolución de las Cortes tras su aprobación por dos tercios de cada una de las Cámaras, sino su ratificación por las posteriores Cámaras tras unas consecutivas elecciones generales por esas mismas mayorías, y su aprobación final mediante un referéndum finalmente inexorable. Así, no parece viable ninguna reforma del actual Título VIII CE contra este PP enseñoreando su logo en la Cámara Alta.
No, no es lo mismo, en efecto, investir que gobernar; y menos aún reformar. Cualquiera que haya vivido la experiencia de Gobierno aprende que pasar por el Consejo de Ministros ni te da “todo el poder” ni te permite tampoco relajar la autoexigencia máxima ni un solo segundo. La tarea de Gobierno exige hacer bien los números, y medir todo movimiento antes de emprender cada paso. Por si las cuentas no salen, no sólo en la Ley de Presupuestos: en política no siempre la suma de dos más dos es cuatro. A veces puede ser tres, y otras, exponenciarse y tender a un “infinito” que no se toma por asalto.
Artículo publicado en El País