El Tratado de Lisboa (síntesis de los materiales de la fallida Constitución Europea, que integra al TUE, el TFUE y la Carta de Derechos Fundamentales de la UE/CDFUE) entró en vigor el 1 diciembre de 2009, tras una densa secuencia de vicisitudes, superando dificultades políticas y procedimentales de envergadura mayor. Los tres artículos finales del TUE contemplan, respectivamente, el procedimiento complejo para su modificación (art.48), las cláusulas de la adhesión de nuevas candidaturas (art.49) y la salida voluntaria de un Estado miembro (EM) de la UE (art.50).
La memoria viva de las adhesiones más recientes -especialmente a partir de la Gran Ampliación de 2004 (con 10 nuevos EEMM, procedentes mayormente de la antigua área de influencia de la extinta URSS)- arroja algunas enseñanzas. Teniéndolas en cuenta, cualquier nueva incorporación debe verificarse con todas las garantías exigibles (superación de los criterios antiguamente llamados "de Copenhague", hoy consagrados normativamente en el art.2 TUE).
De otro modo, la UE se abismaría a su frustración, braceando entre sus objetivos proclamados y la inviabilidad de su alcance debida a la contradicción entre aquellos y sus cada vez más disfuncionales e impracticables métodos de decisión (un Parlamento Europeo/PE con cada vez más dificultades para formar mayorías legislativas, y un Consejo obstruido por la ausencia de mayorías cualificadas, no digamos ya unanimidades, para sus emplazamientos más importantes).
o se pierda de vista que el procedimiento de adhesión de nuevos EEMM (art.49 TUE) parece a primera vista de muy arduo completamiento. Arranca con la solicitud al Consejo de la admisión de candidatura a la UE por parte de un Estado europeo. El Consejo debe decidirla por unanimidad y requerir una Recomendación de apertura de negociaciones a la Comisión Europea. Si el Consejo la ratifica, se inician las conversaciones para la superación de 36 capítulos (un iter que consume años), sólo culminados los cuales se activa su voto de aprobación por el PE y por unanimidad en el Consejo. La fase final exige la ratificación favorable por los 27 Parlamentos nacionales de los EEMM.
La lista de espera actual es abultada. Vergonzantemente (puesto que no atreve a reconocer su fracaso), figura todavía en ella Turquía (iniciada en 1997), hoy potencia regional cuya política interior la aleja cada vez más de los valores comunes del art.2 TUE. Pero, además de los EEMM encuadrados en los “Balcanes occidentales” (Serbia, Montenegro, Macedonia del Norte, Bosnia Herzegovina, Albania, y —aunque no reconocido por cinco EEMM de la UE, entre ellos España—, más recientemente Kosovo).
En tiempo reciente, y espoleada por la solidaridad ante la agresión de la Rusia de Putin, la UE ha ofrecido opciones de adhesión acelerada a Ucrania (un Estado enorme, con casi 40 millones de habitantes y más extenso que España, con Crimea y el Donbás bajo dominio ruso), Moldava (con Transnistria, rusificada) y Georgia (con Abjazia y Osetia del Norte también segregadas por Rusia).
El caso de Ucrania es, de lejos, el más desafiante, no sólo por su magnitud territorial y poblacional, ni por estar sometida a una agresión que la priva de control sobre una parte sustancial de su integridad territorial reconocida internacionalmente, sino también, sobre todo, por erigirse expresamente en casus belli para Putin, autócrata ruso revestido de poderes absolutos sobre una Rusia que es, inexorablemente, el país más grande de la Tierra y vecina inmediata de la UE (cinco EEMM se exponen a su amenaza en su frontera contigua), además de una potencia nuclear armada hasta sus dientes y desvinculada enteramente del Derecho internacional cuya legalidad viola, pisotea y deprecia.
En estas coordenadas tremendas, que no cabe edulcorar con eufemismos ni voluntarismos (vicio de percepción que confunde la realidad tal cual es con las aspiraciones a que sea otra) no parece fácil ni razonablemente transitable el camino que conducirá algún día a la UE a su ampliación, pese a que su narrativa explota, de forma habitual e inercial, su atracción y su capacidad de sugestión política (expectativa de estabilización institucional y prosperidad económica) sobre su entorno geográfico en el continente europeo, presentándola a menudo como la “prueba de su éxito”.
Habrá que añadir de inmediato que no solamente importa la falta de preparación de los nuevos candidatos para acometer las exigencias de su adhesión a la UE, sino también la falta de preparación de la propia UE para digerir tal ampliación sin grave quebranto de sí misma: valores comunes, métodos de decisión (superar la infranqueable regla de la unanimidad en un Consejo de hasta 36 miembros para cuestiones tan cruciales como Política Exterior Defensa o Fiscalidad), Recursos propios, Presupuestos, Fondos y Política Agrícola, entre otras dimensiones cruciales de la integración supranacional regida por el Derecho de la UE, deberán ser revisados (modificando los Tratados) antes de repetir los errores ya ensayados en un pasado aún reciente.
Pero sigue siendo cierto que buena parte del reto que la disyuntiva entre ampliación y profundización (Enlargement vs Deepening) residirá en gestionar -en un futuro mediato, impensable a corto plazo- esa imponente expectativa de ensanchamiento de la UE requerida de tiempos dilatados, sin atajos que a la postre resulten autolesivos o contraproducentes.
Y en hacerlo sin placebos, ni menos aún autoengaño que desemboque en frustración -la de los nuevos candidatos, propensos a la exasperación ante la prolongación de los marcos temporales y las reformas exigidas, especialmente en los ámbitos del pluralismo informativo, independencia judicial y lucha contra la corrupción-, optando por abordarla con realismo y seriedad, tanto en la interlocución con esos Estados terceros (hoy en la lista de espera) como en su comunicación a la ciudadanía y a la opinión pública europea.