No more blood! Enough'” (¡no más sangre! ¡Basta!), proclamó Isaac Rabin al firmar los Acuerdos de Oslo (1993).
En 1995, el primer ministro laborista moría asesinado por un ultranacionalista judío. Trágicamente encallaba la oportunidad más lograda de poner fin al conflicto que envenena Oriente Próximo y desafía la paz mundial, y cuyas raíces se remontan a inicios del siglo XX, antes de la primera guerra árabe-israelí (1948). Seguirían muchas: 1967, 1973, 1982, sucesivas intifadas, y esta ofensiva en Gaza, cuyo doloroso balance de muertes de civiles inocentes —tantas niñas y niños— crece pavorosamente desde el ataque terrorista de Hamás, el pasado 7 de octubre.
Las instituciones de la ONU y la UE condenaron sin reservas tan criminal incursión, exigiendo la inmediata e incondicional liberación de rehenes. Pero ante la devastación causada por la reacción de Netanyahu —expuesta como nunca antes al escrutinio público—, han invocado igualmente el respeto del Derecho que rige incluso en la guerra y en la legítima defensa bajo sujeción a las reglas de proporcionalidad que previenen represalias indiscriminadas y bloqueos que condenen a la entera población al hambre, enfermedades y desesperación.
Tal consternación explica que, finalmente, el Consejo de Seguridad —con la abstención de EE UU— adoptase su Resolución reclamando el alto el fuego y un espacio para el cauce a la ayuda humanitaria que frene la actual agonía de asfixia e inanición, previa a la reparación del sufrimiento y la destrucción.
Tras tantas ocasiones perdidas, errores acumulados e intransigencias cruzadas, nada será suficiente si, además, no se abordan las condiciones necesarias para el reconocimiento del derecho palestino a su Estado en la región largamente torturada por un determinismo intergeneracional que la condena al miedo, la violencia y el horror, aceptando compartirla con Israel, inexorable, con su historia irreversible de Estado reconocido. Está ahí para quedarse: tiene derecho a existir y a la seguridad frente a cualquier amenaza. Pero harán falta dos Estados. Un sólido acervo de resoluciones de la ONU ampara las esperanzas palestinas de disponer del suyo. Tras el encadenamiento de crisis bélicas, catástrofes (nakba) y cronificación de un drama que el solo paso del tiempo no disuelve ni resuelve —por contra, lo recrudece—, ¿hay alguien dispuesto a dar un paso que promueva, con coraje, pasar de las palabras a los hechos moviendo el tablero de un orden internacional cuestionado, sea por su obsolescencia, sea por su impotencia ante fuerzas que lo quiebran.
Moral y políticamente, la respuesta, imperativa, valora la iniciativa del Gobierno de España y liderada por el presidente Sánchez, con un empeño global insólito en nuestra diplomacia. De ahí el coraje de aumentar su contribución a la UNRWA y los apoyos cosechados —comenzando por Noruega— en su gira para concertar voluntades y designios con que, este mismo año, España y otros reconozcan el Estado palestino junto a quienes en la UE ya apostaron por ello.
No puede demorarse más la responsabilidad colectiva en aportar la esperanza de que Palestina será un actor reconocible con asiento en la Asamblea de las Naciones Unidas. Con voz en una conferencia internacional de paz que, con la Liga Árabe, lo haga viable, convenciendo a quienes aún persisten en denegar a Israel su aspiración de vivir sin temor a la agresión de milicias hostiles, escaladas expansivas y represalias desde Irán.
El establecimiento de un Estado bajo la ANP, comprometido con la ley, las fronteras de Israel y la erradicación de todo terrorismo, en un territorio habitable uniendo Gaza y Cisjordania por un corredor practicable, será, por último, la base —y, a futuro, garantía— de esa “paz justa y duradera” y del “¡no más sangre!” del que se dolió Rabin hasta costarle una vida distinguida con el Nobel. Una paz aún pendiente para la humanidad en la que, de una vez, coexistan palestinos e israelíes. Y la sola alternativa a la espiral del resentimiento y la venganza infinita.