Roma, 1 y 2 de marzo 2024. Las delegaciones de más de 30 partidos socialistas y socialdemócratas de otros tantos Estados europeos nos reunimos en Congreso del Partido de los Socialistas Europeos (PES) para lanzar la campaña electoral para el próximo 9 de junio (elecciones europeas), la candidatura unitaria a la Presidencia de la Comisión Europea de Nicholas Schmit, actual Comisario de Empleo y Asuntos Sociales, y el programa (Manifesto) de prioridades para la próxima Legislatura 2024/2029.
La agenda y la persona elegida para encabezar la oferta y campaña socialista se muestran claramente vinculadas: la reivindicación de una UE social, sostenible, democrática, inclusiva, solidaria y en lucha contra las desigualdades y las discriminaciones se expresa, creíblemente, en la hoja de servicios del luxemburgués Schmit durante los últimos cinco años. Lo atestiguan el Marco UE de Salarios Mínimos, la recuperación del Pilar Social acordada en la Cumbre de Oporto (Presidencia portuguesa de la UE), la Garantía Juvenil y la Garantía UE contra la pobreza infantil, el Programa Erasmus + y el componente social de la Transición Verde Justa.
Por los mismos motivos, a lo largo de todo el Congreso se sucedieron las apuestas por la paz en un mundo sacudido por las guerras y la inestabilidad a las puertas de la UE, y por la necesidad de que la UE despierte definitivamente de su “edad de la inocencia”, poniendo en común las herramientas para influir en las causas globales en coherencia con sus valores proclamados.
La idea europea de democracia, derechos fundamentales y Estado de Derecho —fragilizadas por el auge de los populismos de extrema derecha, indicado en todas las encuestas— exige también, por su parte, no sólo una toma de conciencia respecto a sus amenazas sino una acción común de preservación y defensa.
No sorprende que, en el curso de los debates, fueran numerosas las voces de una polifonía de alarma ante lo que está en juego: un incremento —tal y como se pronostica— de los votos y escaños de formaciones de extrema derecha nacionalista y reaccionaria supondría no solamente una alteración sustancial de las correlaciones de fuerza en el Parlamento Europeo (PE) —abriendo por primera vez el paso a una mayoría conservadora minada de posiciones radicalmente antieuropeas (derechas mainstream en coyunda con retóricas eurófobas—, sino una “normalización” (léase banalización) de las actuales coaliciones entre partidos encuadrados en la familia del PP con otros que, confesadamente o no, descienden del árbol genealógico nazifascista en la UE.
A la hora del análisis del reto aparejado al envite de oponer, por un lado, un freno eficaz (antídoto "muro de contención") al empuje de las pulsiones antieuropeas y, por otro lado, alternativas a la inseguridad y temores generados por la perplejidad ante la globalización, la socialdemocracia europea insiste, una y otra vez, en todas las lenguas de la UE, en la imperiosa explicación de una alternativa basada más en la movilización de sentimientos de esperanza que en la propalación (y subsiguiente explotación) de miedos, odios y otras formas de emociones negativas tan propensas al señalamiento de chivos expiatorios (migrantes, minorías, colectivos en defensa de derechos...) como incapaces de ofrecer respuestas ni soluciones.
Porque lo cierto es que, por más que la evidencia empírica muestre las limitaciones de la agitación populista a la hora de aliviar las angustias o incertezas de quienes se sienten perdedores de un status quo añorado (los llamados "perdedores de la globalización"), es asimismo indiscutible que no en la competición política no basta con tener razón si no se arma a ésta con los medios para su explicación eficaz y compartida por la ciudadanía que quita y pone en democracia, decidiendo mayorías en elecciones periódicas.
La "narrativa" emerge, así, como un desafío mayúsculo, mil veces mentado con tintes de conjuro o ensoñación de un bálsamo o pócima con la que desactivar el deslizamiento del voto a posiciones reaccionarias. Y, sin embargo, este análisis descuida o ignora que “narrar” requiere de un medio compartido desde los orígenes mismos de la literatura: sea tradición oral (el "boca a boca" que hubo un día, hace más de 30 siglos, del mito de la guerra de Troya cuya versificación atribuimos a Homero), sea por medio de la prensa (la imprenta, desde su invención, hasta los grandes Media de comunicación de masas), sea por las nuevas herramientas digitales en la era de la revolución tecnológica e informacional.
Porque es un hecho que esos "medios" por los que publicitamos lo que haya que "narrar" en un espacio compartido no han sido nunca en la historia neutros; no lo han sido, en efecto, ni en lo ideológico, ni en lo político ni en lo social.
En la era digital, la oligarquía de intereses financieros que definen los algoritmos de las redes sociales (X, Facebook/Instagram, TikTok, por señalar sólo a tres en la que se condensan las comunicaciones interpersonales de las tres cuartas de la humanidad en el presente) es en sí determinante de la "narración" por la que seis mil millones de personas sobre la Tierra (de un total de 8000 millones) construyen sus percepciones de la realidad y de cuánto les afecta o impacta; lo que es decir lo mismo que esa oligarquía de algoritmos decide lo que las personas perciben que más les afecta en lo personal y social.
Seguramente el ejemplo más ilustrativo del espejismo colectivo por el que movemos nuestras posiciones y votos —"política de las emociones", la llaman— reside en la fabricación y propalación continua de una percepción negativa del hecho migratorio en la UE: desde una “conspiración” para abrir paso a un “reemplazo” de la población europea por invasores africanos de religión musulmana (Umwollkung, lo denominan con un vocablo de resonancias nazis), a una amenaza predatoria contra nuestra forma de vida y nuestra civilización, la migración y las personas migrantes son presentadas —y asumidas, por millones de europeos/as—como un motor emocional (ergo irracional, no contrastado con datos) de voto a las formaciones de extrema derecha reaccionaria.
No hay un asunto en la UE en que las percepciones acríticamente asumidas y los hechos contrastados por la evidencia empírica describan un contraste más acusado; un divorcio en toda regla entre las unas y las otras que no impide, sin embargo, que cada vez más elecciones (nacionales, y vienen en junio las europeas) basculen sobre este eje.
El desafío no atiene, pues, sólo a la explicación de una "narrativa alternativa", sino al desvelamiento de los mecanismos que activan la formación de la voluntad de voto en un sentido, este sí, cada vez más agresivo —si es que no derogatorio— de los valores europeos. Por mucho que los desafíos son, sin duda, reales (explicar lo que la UE ha hecho y hace por el campo y su sostenibilidad y por los agricultores, y cuánto puede hacer mejor; explicar lo que la UE aporta a la construcción de una voz unitaria en lo global, por encima de sus 24 lenguas oficiales, y cuánto debe hacer más y cuánto debe hacer mejor), la respuesta antieuropea de regresar en un instinto netamente reaccionario a la casilla nacional de la “soberanía” es una nostalgia que está, en el mundo de hoy, abocada a fracasar.
Pero nada de ello exime a la socialdemocracia europea de intervenir esa nube de algoritmos digitales que agitan nuestras emociones en un caldo antipolítico para conformar un espacio de comunicación que respete los valores de la UE, los derechos de la Carta (CDFUE) y la libre competencia y circulación de las ideas y las propuestas políticas. Eso, también, está en juego en las ya próximas elecciones europeas —9 junio—. También por eso ha de ser esa —preservar su integridad y su credibilidad— una prioridad de campaña de los socialdemócratas y socialistas europeos.
Publicado en Huffington Post