En esas últimas jornadas de febrero, la opinión pública mundial, al unísono con la opinión publicada, ha concentrado su atención en el señalamiento en el calendario global del primer año cumplido de una guerra cuya dimensión, significación geopolítica y estremecedora crueldad supera la de los conflictos de menor intensidad a los que la UE se había enfrentado desde la puesta en marcha de la integración supranacional, a partir, precisamente, de las lecciones aprendidas de la devastación causada por las dos guerras mundiales originadas en Europa en la primera mitad del siglo XX.
Un primer rasgo remarcado en estas reflexiones corales es, sin duda, el del relato de la aceleración histórica impuesto por la Guerra de Putin contra Ucrania a la unidad de la UE, a su vocación de afirmar una Política Exterior y de Seguridad Común pareja a su objetivo proclamado de relevancia global y a su maduración, esto es, a la necesidad percibida de moverse de una vez desde la zona de confort de la edad de la inocencia hacia la confrontación con una realidad cambiante, en la que se multiplican los peligros y amenazas contra la razón de ser de Europa y de su modelo social.
Un segundo elemento pivota en torno a lo expresado, con elocuencia gráfica, por el High Rep Josep Borrell: “Por el momento, Ucrania y su Presidente, Volodymir Zelenski, están obteniendo de la UE más aplausos que armamento, que es lo que necesitan y piden incesantemente”. Se subraya en este aserto retador la imperiosa exigencia de incrementar la contribución europea al esfuerzo de guerra ucraniano, una demanda que adquiere un tono particularmente acuciante cuando descansa en la certeza de que esa aportación cimentará la inexorable victoria de Ucrania sobre las fuerzas invasoras rusas, tanto sobre las convencionales como sobre las mercenarias (Wagner).
Un tercer elemento, sobre el que hasta esa avanzada fase de un conflicto que apunta dolorosamente a su cronificación, apunta a la disección de la retórica de Putin, descalificada a menudo como “paranoica” y “delirante”, toda vez que pretende que la “gran Rusia” que el agresor propugna estaría amenazada por “Occidente” (EEUU, la OTAN y la propia UE), cuyo objetivo no sería otro que la “desintegración” de la patria rusa y por ende su “destrucción”.
Por locoide que pueda parecer esta argumentación de Putin, no puede ser subestimada ni despachada sin más, a la vista del alcance de sus implicaciones. La fundamentación de esta preocupación es la palmaria contradicción entre la premisa del esfuerzo de guerra defensiva que tiene por objetivo la total expulsión de fuerzas invasoras rusas del territorio del país soberano que ha sido agredido, y, consiguientemente, una conclusión militar del conflicto que no puede ser otra que la derrota de Putin.
Que “Putin ya ha perdido esta guerra” es parte esencial de un relato que se halla ya muy establecido en la opinión pública europea. Esta interpretación se basa en el fracaso secuencial de los objetivos de Putin: a)- por un lado, si el Presidente ruso contaba con un arrollador efecto de aplastamiento, en corto espacio de tiempo, de lo que sigue aún hoy llamando “operación militar especial”, es obvio que subestimó el heroísmo resistencial del ejército ucraniano y de la capacidad de encaje y resistencia de su pueblo; b)- por otro, si Putin despreció el liderazgo el Presidente Zelenski caricaturizando al personaje por su profesión de cómico y supuestas veleidades “pronazis”, es obvio que éste se ha revelado como un comunicador eficaz en tiempos de extraordinaria emergencia, que no sólo ha desactivado con sus genealogía judía cualquier acusación de neonazi sino que ha movilizado a todas las grandes democracias en una inequívoca apuesta a favor del agredido frente al brutal agresor; c)- finalmente, si Putin calculó que su guerra dividiría a la UE -pensándola dependiente de su suministro energético, especialmente intensa en algunos de sus más influyentes Estados miembros (EEMM)-, es evidente su error: el resultado de su acción -injustificada, ilegal y criminal- ha reagrupado y reforzado al conjunto de la UE hasta un punto que era, hasta no hace mucho, difícilmente predecible.
De hecho, para entender el curso de los acontecimientos es clave constatar la persistente reafirmación del compromiso europeo con la victoria de Ucrania, al punto de que la Presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, ha llegado a declarar que este apoyo incondicional durará tanto tiempo como sea necesario (“for as long as it takes”).
Sin embargo, el fracaso de Putin en la persecución de sus objetivos políticos tanto en Ucrania como en la esfera global -donde ha sido condenada en reiteradas resoluciones de UN, y donde incluso sus alianzas con China y algunos otros BRICS debe ahora confrontar reservas y ofrecimientos de “Planes de Paz” (como el de China) muy lejos de su complacencia, lo cierto es que la premisa sobre la que se asienta el apoyo “occidental” (EEUU, OTAN y UE) a la contraofensiva bélica ucraniana sigue siendo la derrota militar de Putin.
Lo que conduce, inexorablemente, a la constatación de que una derrota militar en una guerra sangrienta con gran coste de vidas humanas -tropas, pero también, sobre todo, civiles desarmados y doblemente inocentes- exige la articulación de una disidencia interna en Rusia (expresión de malestar y de creciente protesta) que no resulta esperable de una concentración de poder mediático absoluto como la que Putin ejerce en la autocracia en que ha derivado su total dominio sobre Rusia y todas sus terminales de información y de comunicación pública.
Esto marca, por cierto, una diferencia crucial respecto de cualquier parámetro de comparación que pretenda establecerse con la derrota sufrida por EEUU en Vietnam: aun cuando se hable a menudo de que una potencia nuclear, de hecho la mayor fuerza militar y armamentística del mundo, mordió el polvo de su derrota ante la insurgencia heroica de la guerrilla del Vietcong, lo cierto es que en ese balance fue del todo determinante la insostenibilidad de la guerra -y de su balance terrible de víctimas y POW (Prisioneros de Guerra)-ante la desafección de la opinión pública americana, capaz de formarse un juicio negativo y deslegitimador de su continuación frente al poder político y militar de EEUU, lo que restringía crucialmente el margen de maniobra de su Presidente.
Pero la situación es del todo distinta en Rusia. Lamentablemente, nada parece indicar que ninguna disidencia interior -reprimida toda oposición con una contundencia implacable- pueda desestabilizar a Putin al punto de ponerle fin a su enloquecida agresión.
Todo lo cual que conduce a la expresión de una ulterior preocupación: para que sea verosímil la “derrota militar de Putin”, es conditio sine qua non que éste la reconozca: que Putin se dé por derrotado. ¡Nada en sus declaraciones anuncia esta posibilidad, ni siquiera como hipótesis! Una y otra vez recurre -en sentido contrario- a la escalada nuclear, alimentada incluso por la explotación mendaz de la “amenaza de Occidente” contra la población rusa y contra la “integridad y seguridad de Rusia”.
Un año cumplido de guerra criminal de Putin -Putin contra la soberanía de Ucrania, contra la legalidad internacional, contra la paz y contra la seguridad mundial-, en un escenario sombrío, sumamente inquietante, extremadamente incierto en cuanto a la envergadura de sus desenvolvimientos y de sus amenazas. Confiemos, sin embargo, en que la unidad de la UE, junto a la voluntad de prevalecer y de afirmar con madurez nuestra vocación global, encontrarán y alumbrarán, más pronto que tarde, una alternativa viable a la del escenario del conflicto prolongado hasta su cronificación (“for as long as it takes”), con su tremendo coste de dolor y sufrimiento.
Publicado en Huffington Post