No necesitamos más pruebas para comprender de una vez que la globalización nos ha impuesto la exigencia de acción política global.
Cuando, principios de septiembre, reinicia el curso político en las sucesivas instancias de representación en las que se estructura nuestra vida cívica y social —desde la actividad en parlamentos autonómicos a la preparación de lo que en el Parlamento Europeo (PE) llamamos “Debate sobre el Estado de la Unión”, pasando por las Cortes Generales, el Gobierno de España y la apertura del “Año Judicial”—, constatamos que este verano de 2022 a punto de concluir confirma la hipótesis histórica en que venimos instalados: todo apunta a que estamos asistiendo en vivo y en directo a un virtual cambio de época, Time Changer, Zeit Wende.
La cronificación de la brutal guerra de agresión perpetrada por Putin contra Ucrania (febrero de 2022) puede haber restado algo de vigencia candente a sus aspectos bélicos (la conducción y desenvolvimiento de las operaciones militares), pero no ha desdibujado, sin embargo, el abrasivo impacto de sus graves consecuencias en nuestra vida cotidiana: pongamos que hablamos, en España y a todo lo ancho de la UE, de la inflación, los recortes de suministros y las dificultades impuestas a las rutinas energéticas que creíamos garantizadas sin pararnos a pensar en cuán frágil era su sustento, sumadas a la dimensión humanitaria requerida por millones de ucranianos que han huido del conflicto a través de nuestra frontera exterior; pongamos que hablamos de la crisis alimentaria global, recrudecida en sus efectos en el continente africano, vecino inexorable de Europa.
La tremenda crisis energética y alimentaria global incide en el dramatismo con que este verano de 2022 ha marcado un antes y un después en lo que se ha denominado la “caída de la venda” con que aún pensábamos taparnos durante algún tiempo los ojos ante la aceleración del calentamiento global con premura inexorable. Este verano pasa a la historia como el más espantosamente caluroso desde que se tienen registros: temperaturas extremas, canícula continuada sin tregua durante la noche, incremento de episodios críticos de “golpe de calor” salpicados de granizo catastrófico y de los fallecimientos causados por su insoportable fragor, y no hablamos de Sevilla o Córdoba, como solíamos, sino de París y Londres, de Palo Alto (California) y del derretimiento de permafrost en el Ártico.
Cuencas desertizadas, ríos desecados, pantanos vacíos, bosques y montes que arden, glaciares que se funden, especies que se extinguen… Esta y no otra es la escena en que emergen, para revisitarnos como fantasmas que creíamos desaparecidos, fósiles de esos dinosaurios que dejaron de existir hace millones de años, restos arqueológicos reemergidos en algún cauce o sequía, antiguas embarcaciones que resurgen de un fondo perdido de la prehistoria…, como vestigios de alguna otra época remota de la humanidad como la que un día será esta que estamos viviendo.
No necesitamos más pruebas para comprender de una vez que la globalización nos ha impuesto la exigencia de acción política global, con medio de actores globales en los que la escala para España y los españoles dentro nos la impone la aceleración de la voluntad de Europa y su capacidad de respuesta. De eso va la iniciativa —¡y el liderazgo, reconózcase de una vez!— del Gobierno de España que preside Pedro Sánchez para que la UE intervenga —unida, y sin dilación— en el mercado energético, frene la escalada de precios para proteger los intereses vitales de las ahora acuciadas clases medias y trabajadoras, asegure el suministro mediante la diversificación de proveedores (menos Rusia, menos Este; más Sur, más África, pasando por la plataforma de regasificación y transporte que ofrece la Península Ibérica) y haga valer su voz conjunta en los foros disponibles para la gobernanza global de esta crisis que preanuncia otras que vendrán sin tardanza.
Es cierto que África padece el escalón más insoportable de lo que se ha dado en llamar “injusticia climática”: sin ser el continente africano, incurso desde hace décadas en una explosión demográfica sin precedentes en la historia frente a otras áreas del planeta cuya población mengua y envejece sin reposición a la vista (¡la UE, insistiendo en sus políticas contrarias a toda inmigración que la sitúan a la cabeza de su propio declive!), el responsable principal de la aceleración del cambio climático y el calentamiento global, sí que es, sin duda alguna, su más dolorido sufridor: las sequías y la escasez de agua y alimentos redundan no solamente en malnutrición endémica y contención de la esperanza de vida, sino en conflictos y violencia, genuinas guerras climáticas surcadas de sangre y opresión (con un balance inhumano de violación de mujeres y explotación infantil, que incluye a los “niños soldados”) y corrupción rampante de sus clases gobernantes. Es este un paisaje pavoroso en el que, por un lado, el terrorismo yihadista sacude y desangra el Sahel, y en el que, por otro lado, Rusia y China compiten por la depredación de los recursos naturales del gran gigante africano sin miramiento alguno de los derechos humanos, cuando no lo hacen apoyadas por mercenarios crueles como del Grupo Wagner que todos los análisis vinculan a la estrategia de Putin. Pero también es verdad que, cabalmente por ello, cobra más importancia que nunca la implicación de África en la COP27 (su más reciente reunión, en Libreville, Gabón, este mismo verano) para orquestar globalmente la inaplazable respuesta al imperioso reto del calentamiento global. A fines de octubre, en Maputo (Mozambique), la Asamblea Parlamentaria UE/ACP debatirá en profundidad este apremio, más desafiante que nunca.
Para completar el cuadro de este “cambio de época”/Zeit Wende a que venimos asistiendo, a todo esto añadamos las evidencias sumatorias del daño que a la convivencia (y, consiguientemente, a la ordenación de las respuestas por las que venimos abogando) está causando el crecimiento de esa ola de “polarización” (confrontación extrema entre segmentos sociales de una misma comunidad que se niegan recíprocamente la legitimidad para ser parte de la solución a los problemas planteados) que apunta rasgos paroxísticos estos meses de verano de 2022.
Pongamos que hablamos de EEUU (y la sediciosa respuesta que Trump y el trumpismo han opuesto a la investigación activada por el FBI y la Fiscalía General). Pongamos que hablamos de América Latina (Chile y su referéndum constituyente; Brasil y la contraposición de Bolsonaro y Lula; Argentina y la brutalidad del atentado contra Cristina Fernández Kirchner…). Pongamos que hablamos de la UE (Italia, una vez más, anticipo preocupante de la normalización y banalización de experiencias arriesgadas —desde el Populismo corrupto de Berlusconi hasta la extrema derecha xenófoba de Giorgia Meloni— que luego replicarán en otras distintas latitudes). Pongamos, en fin, que estamos hablando de España, cuando nos aproximamos a un decisivo año electoral 2023 (mayo, municipales y autonómicas; fin de año, cuando decida el Presidente del Gobierno, elecciones generales) y a la extraordinaria cita de la Presidencia española rotatoria de la UE (segundo semestre 2023), no hay un segundo que perder para ayudar a remar en la dirección correcta de la historia en que nos jugamos todo.
Publicado en Huffington Post