Arranca la semana del 25 de abril en el Parlamento Europeo (PE) en Bruselas con una inusual mezcla de aromas y sinsabores de combinación complicada pese a su simultaneidad.
En esta fecha se conmemoran dos acontecimientos epocales, determinantes del decurso histórico posterior de dos de los Estados miembros (EEMM) de la UE. De un lado, el aniversario de la “liberazione” de Italia en 1943 por las Fuerzas Aliadas que marcaron el principio del fin del eje nazi-fascista; de otro lado, la efeméride de la Revolución de los Claveles en Portugal (1974) que liquidó la dictadura y su presencia colonial africana en nuestro país hermano y vecino.
Pero también este 25 de abril de 2022 marca la resaca de dos campañas electorales decisivas (y muy disputadas) en dos EEMM de la UE: De un lado, el domingo 24 de abril han tenido lugar las legislativas eslovenas de las que dimanará el próximo Gobierno parlamentario en Eslovenia, y que han marcado la derrota del populista Januz Jansa en favor de una coalición en la que una formación liberal de reciente fundación tiene todas las papeletas para asumir su liderazgo. De otro lado, en la misma fecha se ha resuelto la segunda y definitiva vuelta de las presidenciales francesas, en las que Emmanuel Macron ha revalidado mandato en El Elíseo para los próximos 5 años.
Es evidente que esta segunda contienda ha opacado a la primera, pese a que en ambas estaba en juego la jefatura y la orientación del Gobierno de un EM de la UE. La explicación reside tanto en la dimensión del envite (Eslovenia, EM de adhesión aún reciente, en la Gran Ampliación de 2004, cuenta apenas con dos millones de habitantes, mientras que Francia aglutina a casi 60 millones en un EM fundador de las originarias CCEE) como en la preocupación suscitada -por no decir desatada- a todo lo ancho de la UE por el peligro inminente de que la extrema derecha nacionalista y xenófoba se alzase con la victoria en un país peso pesado.
Si se sobrevuela la euforia expresada en las cancillerías europeas y, significativamente, en las principales cabeceras mediáticas y en las redes sociales, se reconocerá fácilmente la sensación de alivio con que la causa europeísta ha respirado con la continuidad de E. Macron al frente de la República francesa: no ha sido para menos, ante el amenazador empuje de una alternativa eurófoba -la de Marine LePen y su ¨Rassemblement National¨- que no solamente cuestiona la continuidad y profundización del proyecto de integración supranacional sino que ha exhibido vínculos tóxicos con la autocracia de Putin, perejil de todas las salsas y recetas populistas, nacionalistas y reaccionarias orientadas a fragilizar a la UE, dividirla y reventarla desde dentro o dinamitarla sin más.
Visto con más frialdad y con la perspectiva debida, la secuencia descrita por el tradicional ballotage francés (elecciones a doble vuelta con dos semanas mediando entre la primera urna y la segunda y definitiva) no puede ser más inquietante, especialmente para la izquierda en que se encuadra la socialdemocracia europea. ¿O es que acaso no es tremendo que en un EM fundador de la magnitud de Francia, por segunda vez consecutiva la izquierda no tenga presencia en la segunda vuelta? ¿Qué razones explican que una alcaldesa de París personalmente sensible y prestigiosa como Anne Hidalgo haya sufrido en carne propia el desmoronamiento del otrora pujante Partido Socialista Francés (heredero de la legendaria SFIO) hacia una inanidad rayana en su virtual desaparición? Y sobre todo ¿Qué sucede en gran EM de la UE para que la extrema derecha, putinizada en su retórica y en su financiación, congregue al 42% y haga falta movilizar cuanto voto sea posible para frenar su ascenso, desde la izquierda radical a la derecha moderada? ¿Pueden realmente los ideales y valores europeos repicar las campanas de la victoria frente a sus contradictores cuando la ultraderecha rabiosamente antieuropea suscita esos porcentajes tan impactantes de apoyo?
No propendo a la autoindulgencia intelectual ni política cuando se trata de radiografiar la realidad tal cual es, en modo que tampoco comparto la complaciente celebración del nuevo mandato de Macron como una irrefutable muestra de la prevalencia de una UE triunfante, que una vez más derrota a sus oponentes.
Si repasamos el histórico de las confrontaciones electorales entre un candidato de derecha democrática y otro/a de ultraderecha (Jacques Chirac contra JeanMarie Lepen en 2005, Emmanuel Macron contra Marine LePen en 2017 y en 2022), constataremos con pavor el curso siempre ascendente de un nacionalismo reaccionario agresivamente incompatible con el proyecto proeuropeo.
Pero aún hay dos constataciones más asimismo necesarias, por más que desasosegantes.
a)- De un lado, la de la desgastada eficacia y límites-digámoslo aún más claro: agotamiento- de la admonición o advertencia al “miedo a la extrema derecha” (“¡que viene la extrema derecha!”, se exclama una y otra vez hasta asemejar un mantra) como motor aglutinante de votos identificables con los valores republicanos y europeos, la integración desde el respecto a la diversidad, la inclusión y las políticas de apertura a la ciudadanía compatible con varios círculos de pertenencia e identidades múltiples desde la voluntad de construir políticamente Europa.
b)- De otro lado, son muy numerosas y sesudas las radiografías que -ya sea desde la prensa, ya sea desde la ciencia política- diagnostican la suma de desencanto, malestar, frustración, cabreo y/o resentimiento ante el empobrecimiento o la reducción dramática de las expectativas de promoción social y/o de satisfacción de necesidades vitales que se estiman como básicos y que actuarían como sustrato de la creciente propensión de voto a la extrema derecha.
Pues bien, tan apabullante sobredosis de diagnóstico exhibe una remarcable deficiencia -o contradictoria coincidencia- en su más destacada impugnación: describe muy bien cómo la acumulación de cabreos y malestares en las democracias pluralistas de la UE (llamadas impropiamente “democracias occidentales”) redunda siempre en favor de las extremas derechas en sus paisajes electorales y políticos. Pero esos diagnósticos no explican rigurosamente por qué o a cuento de qué de la frustración o del enfado o indignación de votantes que se sienten perdedores ante la globalización surge un caldo de cultivo que les lleve por millones a abrazar falsas soluciones, mercancías averiadas o simples/simplificadores discursos del odio contra chivos expiatorios de los que no se desprende ninguna esperanza de respuesta efectiva a sus problemas ni ninguna mejora de sus vidas malheridas, sino que se consume en una mera expresión de rabia destructiva, reaccionaria o contrahistórica.
La extrema derecha en Francia -como en otras latitudes y otros EEMM de la UE, incluido ahora España- no ha terminado aún de crecer. La amenaza, en consecuencia, no sólo no ha sido conjurada ni desactivada siquiera por la segunda victoria consecutiva de Macron, sino que se perfila más agresiva y perturbadora que nunca antes. En la medida en que el porcentaje de sus apoyos se ha hecho cada vez más significativo, tanto Marine LePen como sus epígonos en el resto de la UE tienen estimulantes motivos para ambicionar victorias futuras, todavía por llegar, hasta alcanzar esa distópica victoria final de su apuesta neofascista que asestaría a la idea europea de democracia -tal y como la entiende el art.2 TUE- y para el europeísmo -esto es, para la razón de ser de Europa como proyecto vivo- un golpe irreparable o mortal.
Se cumplen ahora 100 años de la emergencia histórica de la pesadilla del nazi-fascismo (años 20 y años 30 del olvidado siglo XX) cuya derrota en los campos de batalla de una Europa devastada por la mortandad de la guerra simboliza el 25 Aprile en Italia, y cuyo desmoronamiento en las últimas dictaduras de la Europa del sur (Portugal, España y Grecia) simboliza el 25 abril de la Revolucao dos Cravos.
¿Lo hemos aprendido, de veras?