El poder de la mentira

  • Tribuna de Prensa
  • 16 de Enero de 2021
El poder de la mentira

No sorprende, aunque impacta. Produce, sí, genuina conmoción repasar en las redes sociales las intervenciones de tantas y tantas personalidades de la vida pública de EEUU fijando su posición -crítica, si no horrorizada- sobre los estremecedores sucesos del pasado 6 de enero.

¿Es necesario recordarlos en algún lugar del globo? Su visualización ha sido global y viral, webstreamed en tiempo real. Hordas energúmenas asaltan el Capitolio, sede del Congreso de EEUU, Poder Legislativo que, conforme al art. 1 de su Constitución de 1787, integra a la Cámara de Representantes, con 435 miembros que se renuevan íntegramente cada 2 años, y al Senado, con 100 miembros con mandatos de 6 años que se renuevan por tercios cada 2.

Asedian y vandalizan nada más y nada menos que la arquitectura simbólica y física de la que se precia de ser -y así se la reconoce- una de las democracias más sólidas y antiguas del mundo, basada en la Constitución escrita de más larga data e ininterrumpida vigencia de todo el orbe planetario.

Conscientes de la enorme gravedad del episodio, son muchos los comentarios que han venido a remontarse a la Guerra anglo-americana (entre EEUU e Inglaterra) de 1812 para desescombrar algún precedente remotamente asemejable en que las instituciones de la capital federal hayan visto su sede atacada y saqueada.

El balance de daños de esta jornada aciaga en que el Electoral College se aprestaba a “ratificar” al Presidente electo Joe Biden y a su Vicepresidenta electa Kamala Harris -con 5 personas muertas, decenas de heridos, y cuantiosos estragos y destrozos materiales- plantea un reto inmediato en la determinación de sus responsabilidades penales y civiles: el FBI y la Fiscalía investigan y preparan las correspondientes acusaciones penales por los delitos federales de rebellion (con penas de hasta 10 años) y de seditious conspiracy (con penas de hasta 20 años), a las que se aparejarán las indemnizaciones debidas a las reparaciones civiles por los perjuicios causados.

Pero plantea también desafíos aún mayores en ámbitos menos tangibles. Empezando por el enjuiciamiento histórico, político, moral, jurídico y penal sobre la responsabilidad personal del todavía Presidente Trump (contra el que se incoa urgentemente, primera vez en la historia, un segundo Impeachment, al tiempo que se invoca la Enmienda XXV, en vigor desde 1967, para destituirlo por incapacidad). Pero continuando también por la dilucidación de las responsabilidades políticas con las que desembocar una lectura completa de la emborronada página que la Presidencia Trump firma en la larga historia constitucional y democrática de EEUU, siquiera sea por el carácter pionero y en muchos casos ejemplar que se le suele atribuir en esa disciplina especial de la Ciencia Política que llamamos Política Comparada (Comparative Politics).

Como era predecible, las mismas redes sociales que han viralizado las imágenes del asalto al Capitolio se han saturado de tweets y mensajes de opinión interpretando lo acaecido, agotando de inmediato los ángulos para el análisis. Discurso y política del odio (Hate Speech & Hate Politics), los demonios desatados por la incitación a la violencia, y la responsabilidad insoslayable y directísima de Trump en esa explosión de confrontación y violencia desatada entre las que se delinean de manera irreparable como trincheras opuestas e irreconciliables de una misma comunidad política (la fábrica social de EEUU), son a estas alturas ingredientes del extenso menú de explicaciones subrayadas por mil voces y tribunas.

De ahí a la casilla siguiente. La que expone crudamente la fragilidad rompediza de la convivencia democrática y de las libertades en sociedades abiertas expuestas a conflictos múltiplesY su reversibilidad, en modo que ninguna conquista puede darse por hecha (no liberty can be taken for granted) ni consolidada para siempre (no liberty is there for good): ambas revelaciones han sido objeto también de énfasis polifónico. Como necesidad de cuidar los fundamentos y los prerrequisitos de la democracia (de los que hablaba S. Lipsey) antes de que se desmoronen.

Lo que directamente enlaza con la colación recurrente del libro “Cómo mueren las democracias” (Levitsly & Ziblatt) y con la interpelación acerca de cuándo suenan las alarmas. Cuál es ese momento primero, genésico o primigenio, en que una democracia comienza a resquebrajarse de manera imperceptible pero a la postre irreversible, ha pasado así a ser la cuestión inevitable en debates, en tertulias y en columnas de opinión.

El miedo a la “polarización extrema” -ese eufemismo politológico que alude a ese punto de inflexión que aboca a un clima larvado de guerracivil o de antítesis entre visiones irreconciliables de la acción sobre lo público y su horizonte de futuro- se anuda a la reflexión sobre qué se puede hacer para sanar (healing), recuperar (retrieving) o reconstruir (rebuiliding) los puentes rotos.

Sabedores del pavor que todo esto suscita, me importa subrayar aquí que mi mayor preocupación es la que se centra, hace años, tanto en mi acción política como en mis publicaciones, en el poder de sugestión hipnótica de la mentira. ¿Es preciso reiterar que las fake news y la desinformación (intoxicación, manipulación, propaganda) han existido siempre en todo tiempo y lugar? ¿O que la revolución informacional, la digitalización y la sociedad en red han propagado, como nunca antes en la historia, el poder movilizador de la mentira y de la falsedad mediantelas redes sociales?

Lo que quiero destacar como corolario último de esta secuencia de obsesiones de la politología de este primer cuarto del siglo XXI es el inquietante dato de que, en la sociedad abierta a la sobreinformación, ¡son cada vez más numerosos y activos los que están dispuestos a movilizarse por las mentiras rabiosas que han elegido creer! Aún más: que sean cada vez más numerosos y políticamente activos los que han elegido comprar mentiras, y abonarse a ellas, a sabiendas de su plena falsedad en la medida en que acomoden sus prejuicios disfrazados de “emociones” o previamente conturbados “estados emocionales”.

Hay cada vez más gente en entornos democráticos cada vez más deteriorados, dispuesta a movilizarse para odiar a quien ha elegido odiar. Pretextando para ello mensajes cuyos contenidos son contrastablemente falsos, aun cuando su falsedad pueda ser corroborada con un mínimo esfuerzo de diligencia en la averiguación de los hechos.

Y esto es talmente alarmante por lo que este escenario anuncia: que poco o nada puede hacerse contra ello mediante el esfuerzo requerible por la elaboración y difusión de una explicación racional y razonada de la realidad que esté basada en hechos contrastables y contrastados. Porque, en otras palabras: ¡hay cada vez más gente que ha decidido inmunizarse frente a la verdad! ¡La verdad, la realidad -lo que quiera que éstas sean o signifiquen- han dejado simplemente de tener ninguna relevancia para la determinación de la conducta política y/o electoral de cada vez más gente, en la medida en que esa gente ha decidido -para odiar más y odiar mejor a quien desea odiar- erigir el poder de la mentira o llevar directamente la mentira y l@s mentiros@s al poder!

Sí, ya sé que es cierto que este sustrato de irracionalidad recorre la historia entera de la humanidad. Y que sus ejemplos -tan abundantes como horripilantes- sacuden nuestra conciencia cuando se los repasa.

Pero nunca había contado con soportes tecnológicos y con recursos accesibles para un público tendencialmente ilimitado, tan amenazadores para la supervivencia de la democracia, sus formas, sus valores fundantes y sus procedimientos, como sucede ahora.

Y, esta, creo, es la lección más apremiante de los gravísimos sucesos de 6 de enero en EEUU. La lección de mayor carga explosiva para el futuro de la convivencia democrática en sociedades abiertas y plurales. Esto es, para el futuro de nuestras democracias tal como las hemos conocido, apreciado, disfrutado... en EEUU y en Europa. En el conjunto de la UE y sus Estados miembros.

Publicado en Huffington Post

 
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