Para quienes cumplimos cierta edad (y tras haberlo leído casi todo empezamos a aprender acerca del edadismo), de casi todo hace ya 20, 30, 40 años.
Hace 35 años -el 12 de junio de 1985-, España y Portugal se incorporaron juntas a las Comunidades Europeas (CCEE), en rampa hacia la Unión Europea (UE), en ceremonias solemnes que tuvieron lugar sucesivamente en el Palacio Real de Madrid y el Monasterio de los Jerónimos en Lisboa.
Transcurrido tanto tiempo, es imposible olvidar aquel íntimo y modesto orgullo que supuso para quienes teníamos 20 años en los 80 del pasado siglo sellar la reconciliación de España y l@s español@s con el sueño europeo. La culminó, es cierto, el Gobierno socialista con la más amplia mayoría absoluta de la historia democrática desde la Constitución (Felipe González, presidente sobre 202 escaños). Pero también es cierto que aquella adhesión fue la desembocadura de los esfuerzos iniciados por los Gobiernos de Suárez (nuestra adhesión al Consejo de Europa se firmó en 1977, y al Convenio Europeo de Derechos Humanos en 1979) y profundizados con tesón por el equipo de Leopoldo Calvo Sotelo 1981/82 (que nos incorporó a la OTAN, en una decisión orientada a abrir definitivamente las puertas al club europeo).
Lo que primero resplandece en la memoria colectiva es el carácter compartido, de gran proyecto de país, que tuvo entonces la adhesión a la integración europea. Desde entonces, ese aliento común imprimió su huella en los primeros jalones de la gran aventura de modernización, apertura, reconocimiento internacional y transformación económica y social que fue la europeización de España. Y compartidos fueron, durante largos años, los títulos de crédito y los méritos de ese esfuerzo autoexigente.
En todas esas estaciones España aportó valor. Lleva huella de España la mirada a América Latina en su dimensión exterior, diplomática y comercial. Huella de España hay también en la Política de Cohesión y Solidaridad. Y en la Política Regional, con singular atención a las RUPs aportadas por España y Portugal (Canarias, Azores, Madeira). Marchamo español se imprime en los Derechos de Ciudadanía Europea en el Tratado de Maastricht (1992) Espacio Schengen y Espacio de Libertad, Justicia y Seguridad en el Tratadode Ámsterdam, y después en el Tratado Lisboa (2009), asumiendo con ello un salto cualitativo de envergadura histórica. y en los Fondos Estructurales para la conectividad entre el norte y el sur, pensando en la compensación y en la superación de desigualdades largamente arrastradas en la historia...
Y, por descontado, hubo europeísmo a raudales en la aportación española al destino de la UE: esa fue la actitud y la marca española ante la reunificación alemana y la Gran Ampliación (Grosse Erweiterung) de 2004, 2007 y 2013, hasta sumar 28 y regresar a 27 tras la consumación del Brexit.
La evocación de la pregunta retórica a Zavalita en el pasaje inolvidable de la Novela río de Vargas Llosa “Conversación en la Catedral” (“¿Cuándo se jodió el Perú?”) ha sido rememorada una y otra vez a propósito de la incursión del viejo sueño europeo en una agitada, procelosa e ininterrumpida secuencia de policrisis. En esa gran marejada se han venido sucediendo la Gran Recesión de 2009 (con la “crisis del euro” y la “deuda soberana”), la “crisis de los refugiados”, el Brexit y el Covid19. La construcción europea se ha sumergido desde entonces en la peor crisis de su historia, con un encadenamiento de retos existenciales.
El cuestionamiento abrupto del mérito del proyecto europeo ha abierto las compuertas del siglo a una oleada de eurofobia, nacionalismo reaccionario y extrema derecha rabiosa de cuyos polvos siguen dimanando muchos lodos. Y el horizonte europeo ha dejado de ser una aspiración transversal de varias generaciones cruzadas por el recuerdo personal o transferido de la devastación tras la IIGM.
La UE ha pasado así, de ser un deseo compartido, a erigirse en eje divisorio a todo lo ancho de su geografía, y en el paisaje político de sus EE.MM. En todos ellos hemos visto emerger formaciones y siglas que acuden a las elecciones nacionales y europeas con ánimo revisionista y retórica flamígera contra la integración. Contra sus logros y contra sus propósitos e instrumentos disponibles para la recuperación.
Pese al euroentusiasmo que, inercialmente, distinguió en su conjunto a la sociedad española durante años decisivos desde aquella memorable jornada de 12 de junio de 1985, España no podía ser indefinidamente una excepción a la regla del cuestionamiento de Europa ante las marejadas que han sacudido a la UE y ante los seísmos que las replican en todos los órdenes de nuestra convivencia en la política doméstica. Tanto es así que rechinan por todas las costuras las hechuras de la transición, del pacto constituyente y de su producto más granado, la Constitución de 1978.
“En todas partes cuecen habas” -reza un refrán españolísimo-, pero a ratos pareciera que, hoy, en España solamente cuecen habas: las habas de la confrontación y la polarización extrema, las habas de la división sobre asuntos que se consideraban materias o pilares de Estado. Síndromes empeorados por un cainismo destructivo y por la multiplicación de practicantes del lenguaje del odio y de la intolerancia (no sólo en las redes sociales, como se a menudo se afirma simplificadoramente).
La aproximación a Europa es una de esas habas que cuecen en la actual hora española: cuestionada primigeniamente por la primera formulación populista de Podemos, denostada sin reparo por el discurso patriotero, tan hinchado como huero, de Vox como gemación de su matriz el PP, y finalmente enfocado como campo de discordia por el mismo PP que viste y calza en su desaforada estrategia de crispación contra el Gobierno que las urnas y la investidura confiaron a la mayoría progresista que lidera Pedro Sánchez.
Es innegable que la UE las ha pasado canutas durante un largo decenio. Pero, aun así, el argumento más potente y eficaz para su sostenimiento y su relanzamiento es su contraposición con cualquier alternativa. Si cabe discutir sobre el costo de las actuales estructuras y de sus políticas, sólo cabe preguntarse acerca del inasumible coste de la “no Europa”. El coste de su inexistencia, de su inanición, de su inanidad... El coste de su disolución, es simplemente impensable. En la globalización, por supuesto, pero también en la arena tangible e inmediata de los intereses domésticos y del “auto-interés” (self-interest) de cada EM de la UE. Incluida, por supuesto, España.
Transportada esta ecuación al polinomio español ¿alguien puede imaginar siquiera el coste para las generaciones vivas de español@s de NO haber estado nunca allí, en todo lo que estamos estado siendo parte de la UE? ¿Alguien puede dar cuenta de cómo habría sido la suerte colectiva de nuestro país y sus gentes si NO hubiésemos estado a bordo de la nave europea durante esta singladura?
Y actualizando las variables de esa misma ecuación a su valor actual ¿alguien puede imaginar una salida posCovid19 sin una UE europea, común, respetuosa de sí misma, de su historia, de sus valores, y de su contrastado (y sufrido) compromiso con la solidaridad, que es su raison d’etre?
Cuando la derecha española cuestiona este axioma crucial de la razón de ser de Europa -solidaridad vinculante, responsabilidad compartida: fondos incondicionados para ayudar a España en la recuperación- en su desquiciada ansiedad por intensificar los obstáculos y/o las dificultades del Gobierno que persiguen sin reparar en costes, suspenden la asignatura de la lealtad basal al interés de España como interés compatible con la construcción europea en su aspiración a una UE mejor que la que tenemos (y la que hemos tenido). Y sirven a las estrategias de los autodenominados “frugales” holandeses y austríacos, declarados enemigos de todo combate a la pobreza con cargo a fondos europeos que no impongan, a cambio, recortes de servicios públicos y hachazos al “gasto social”.
Haciendo eso, la derecha española peca de cobardía y de miopía al mismo tiempo en su rechazo visceral a la posibilidad de darle una oportunidad al acuerdo... en materias que solían ser de Estado.
Pero sobre todo exhiben grave desorientación. ¿Con qué título aspiran a aportar ningún valor a una UE en la que acusan “crisis existencial” quienes padecen hace tiempo tan grave desnortamiento?
Publicado en Huffington Post