¡Ojalá nada de esto hubiese sucedido nunca; ojalá que nada hubiese llegado a este punto de este modo!
La buena versión de la UE, manida de tanto repetirse, es que la historia de un éxito: supone una conquista de la civilización a escala continental europea fundada sobre el Derecho, tras siglos de devastadoras guerras, sangre y millones de muertos. Una aproximación más afinada sugiere que la construcción supranacional europea -necesaria, inacabada- es un proceso vivo, expuesto a giros dramáticos y al riesgo de retrocesos, abierto siempre a desarrollos difíciles de anticipar, inconcluso e imperfecto, en el que perviven, en equilibrio inestable, los ordenamientos domésticos de los Estados miembros (EE.MM.) y la arquitectura jurídica de la integración europea.
Precisamente por haberse integrado en la UE, nuestros Estados han cedido atribuciones de soberanía en favor de la UE, pero no se han extinguido: continúan existiendo, en la permanente exigencia de un diálogo entre ordenamientos -es lo que se denomina “Constitucionalismo multinivel”)- y un diálogo entre Tribunales (TConstitucionales, TSupremos, sistemas judiciales de los EE.MM. y TJUE, estructurado en el Tribunal General como primera instancia y el Tribunal de Justicia como supremo garante del respeto del Derecho europeo y órgano de casación).
Explicar correctamente este entramado complejo, ayudando así a entenderlo, así como la interacción de tribunales, recursos y garantías de derechos de ciudadanía en la UE es, por la misma razón, objeto de crucial importancia para su legitimación funcional y de ejercicio: ¡Si no se comprende cómo actúa, difícilmente podrá la ciudadanía europea apreciar la relevancia y valor de la experiencia de la integración europea!
Y su expresión más preocupante es, vista desde España, la dolorosa y contumaz ofensiva del secesionismo catalán, no ya por su agresividad contra la integridad territorial de España -vista su disposición al quebrantamiento unilateral de la Ley y del Derecho-, sino contra la reputación internacional de España, sañudamente denostada con la pretensión de degradarla a la caricatura de un “régimen opresor”, de un “Estado represivo” cuya Constitución, la española, plenamente democrática, equivaldría a una “cárcel” que impediría la sedicente “autodeterminación de sus pueblos”.
Produce desolación, a este respecto, la confusión que se desprende de la abigarrada afluencia de twits, comentarios en redes, tertulias recalentadas y columnas de opinión acerca del concreto ejercicio de diálogo entre tribunales garantes de Derecho europeo que ha tenido lugar a propósito de la cuestión prejudicial (art. 267 TFUE) elevada desde el TS español ante el TJ de la UE acerca de la extensión de las inmunidades y prerrogativas reconocidas a los miembros del Parlamento Europeo (PE) en el art. 9 Protocolo europeo.
¿Laberinto judicial? ¿O Populismo jurídico, que no para mientes en ningún aspecto técnico que exija el rigor del Derecho y la comprensión correcta del alcance de autos y sentencias como herramienta racional de pacificación de conflictos?
El momento paroxístico de esta cruda exposición de las resoluciones judiciales a la ira popular, desde uno y otro signo de un país polarizado como nunca, es el asunto Junqueras. Que es el caso judicial del que trae causa el diálogo establecido entre el TS y el TJ, sobre cuya concreción de efectos defiere al TJ en su sentencia la última palabra al TS, y cuya Sala II de lo Penal ha acabado por fijar esa concreción de efectos en el auto que deniega la excarcelación del recurrente dando extinguido el mandato parlamentario europeo como consecuencia legal de una sentencia penal firme cuyo fallo condenatorio determina su privación de libertad y su inhabilitación para ejercer cargo público.
Hagamos un poco de esfuerzo.
Vaya por delante, ante todo, que no me alegra en absoluto su situación penal; ¡al contrario, me entristece, y cómo, habiéndole conocido y apreciado a Oriol Junqueras durante el intenso tiempo que compartimos en el PE! ¡Ojalá nada de esto hubiese sucedido nunca; ojalá que nada hubiese llegado a este punto de este modo! Pero, siendo inevitable que me hayan preguntado por ello en numerosas ocasiones, he respondido mil veces que no depende de mí, ni ese ni ningún otro aspecto de su causa procesal, sino de sus propios actos que estaban siendo enjuiciados por su calificación jurídica, vista su afectación, en cuanto a inmunidades, por lo previsto en el art. 71 CE que consigna taxativamente que los parlamentarios no podrán ser “inculpados ni procesados”, mientras lo sean, sin la previa autorización de la Cámara respectiva, puesto que Oriol Junqueras ya había sido “inculpado y procesado”, previamente, habiendo sido ya enjuiciado y visto para sentencia en el momento de acudir a las urnas europeas.
En lo demás, es notorio que esa sentencia penal condenatoria se produjo solamente tras un prolongado proceso con todas las garantías (art. 24 CE), miles de pruebas practicadas e infinidad de testigos, retransmitido con publicidad 24 horas sobre 24. Luego, interpuesto recurso, el TS elevó en su día la cuestión prejudicial ante el TJ de la UE, cuya respuesta en sentencia defirió al propio TS la concreción de sus efectos sobre el recurrente en prisión e inhabilitado.
Es cierto, triste ironía, que sean quienes optaron por sustraerse a la Ley y a sus responsabilidades por su quebrantamiento, quienes se sustrajeron voluntaria y deliberadamente a la acción de la Justicia en busca de impunidad frente a las acusaciones en su contra, -es decir, Puigdemont, Comín, y, tras consumarse el Brexit, la exconsellera Ponsatí-, sean quienes hayan podido beneficiarse hasta ahora de la novedosa doctrina fijada por el TJ... mientras que Oriol Junqueras no haya podido hacerlo por validar el TS su propia condena firme.
Pero también es innegable que esa condena penal -prisión, e inhabilitación- que, según el TS extingue el mandato electoral, no es responsabilidad del PE, como tampoco de sus miembros, cualquiera que sea su opinión, sino el resultado objetivo de un juego de vasos comunicantes entre distintos grados e instancias de jurisdicción, por más que su sofisticada interlocución (mediante sus resoluciones y la determinación de sus respectivos efectos) no parezca siempre susceptible de fácil asimilación.
Como, asimismo, es verdad que esta historia no termina. No ha terminado aún. No aquí, no todavía. Para empezar, la inmunidad de Puigdemont (como la de cualquiera), de la que ahora disfruta como eurodiputado, puede ser levantada, previo requerimiento judicial para proceder contra él, por el Pleno del PE, oyendo al interesado y con todas las garantías. Lo que por cierto es un trámite regular y habitual en cada sesión plenaria celebrada en Estrasburgo.
Por último, la lección decisiva: ¡Hay que acatar las reglas! (Art. 9.1 CE: “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”; Arts. 1 a 6 TUE, según el Tratado de Lisboa, que consagran y estructuran el Estado de derecho, el carácter normativo del Rule of Law, el imperio de la Ley y la prohibición de su abuso; y Art. 54 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea). En suma: Play by the book!
Ningún Estado de derecho que quiera respetarse a sí mismo puede suspender ese examen. La entera vida en el seno de una comunidad depende de la confianza en que todos, sin excepción, estamos sujetos al Derecho y vinculados por la Ley. Y lo estamos por igual. Incluidos, y especialmente, quienes ostentan cargos públicos y desempeñan oficios, potestades, facultades, de las que han sido investidos por ministerio de la Ley previo acatamiento de ésta.
Precisamente por ello la Constitución española de 1978 garantiza, sin matices, el “principio de la legalidad, la responsabilidad de los poderes públicos y la interdicción de la arbitrariedad” (la desviación del poder y el abuso del Derecho), reza taxativamente el art. 9.3 CE. Quienquiera que viole la Ley, quienquiera que quiebre las reglas del imperio del Derecho, dolosa y unilateralmente, no puede esperar salirse con la suya sin reproche ni responsabilidad: habrá de afrontar consecuencias y responsabilidades. Cualquier otra hipótesis supone la abdicación por el Estado de su razón de ser, examen existencial cuya no superación comporta su propio final.
Conclusión, inexorable: Estado de derecho, imperio de la Ley, igualdad ante la Ley e igual sujeción a la Ley y al Derecho, con acatamiento obligado de las sentencias de los tribunales (que es lo que ordena exactamente el art. 118 CE). Pero también un poco más de rigor y consciencia autoexigente a la hora de evaluar resoluciones judiciales, si es que queremos frenar, no digamos revertir, la próxima vuelta de tuerca en una tóxica espiral de populismo jurídico que le haga el caldo gordo al nacionalpopulismo, en España y en la UE.
Publicado en Huffington Post