Conviene a quienes apoyamos el Gobierno, a los separatistas y a esa derecha que fabrica y exporta crispación a espuertas para convertirla en un monstruo.
Al arrancar 2020, buenos deseos, y esperanzas.
Tras largos años de bloqueo, parálisis legislativa y prórrogas presupuestarias, los primeros días de enero, epifanía, llegan con noticia enorme: arrostrando y superando adversidades inéditas en más de 40 años de Constitución en España, han hecho falta dos victorias en elecciones sucesivas para que el Congreso más fragmentado de esta etapa democrática haya dado luz verde, en un parto doloroso, a la que sin duda es su primera y principal tarea constitucional: investir al presidente del Gobierno, piedra miliar de la que pende todo lo que quepa esperar de una Legislatura.
El Presidente es Pedro Sánchez, líder del PSOE, ganador de las elecciones de los últimos cinco procesos electorales en poco menos de un año, incluidas las dos últimas elecciones generales. La investidura lo sitúa al frente del primer Gobierno de coalición que hayamos conocido en España desde la Constitución. El primero en democracia tras los que presidió desde 1937, en circunstancias dramáticas, el socialista Juan Negrín en la República en Guerra.
¿La buena noticia? Sin duda es el desbloqueo en sí, maximizado además por la absoluta y palmaria ausencia de alternativas. Si esta coalición preocupa y puede exponerse a críticas, quien quiera que haya podido tener alguna otra idea mejor debió proponerla a tiempo; pero quien no haya podido o sabido oponer alternativa no puede erigirse en perro ladrador del hortelano, exponiendo a España entera y a los españoles al coste del no Gobierno —como ejemplifica, entre otros, la acumulación de sanciones por parte de la Comisión Europea por la no transposición de directivas europeas—, ni menos aún al horizonte de unas terceras elecciones, con su insoportable coste social, moral... y económico.
¿La mala noticia? La confrontación desatada por una derecha espoleada como nunca hasta la fecha por una extrema derecha desprendida del PP. Y el clima y lenguaje cainita que la hace irrespirable. Es obvio que esta crispación nos es ya una vieja conocida: ¡nos vuelve a visitar, sin sorpresa, cada vez que el PP regresa a la oposición y el PSOE al Gobierno! Pero también que el ruido y furia de su griterío alcanzan cada vez más altas cumbres. Y que, por su obstruccionismo desde la misma casilla de salida en esta Legislatura, hacen impracticables —incluso inimaginables— las largamente aplazadas reformas estructurales (para empezar, la misma hipótesis de una reforma constitucional) y las legislativas de mayor calado (de entrada, las que requieran ley orgánica, incluida la LOREG, cuya reforma aconseja la suma de votos de PSOE Y PP, que son respectivamente primera fuerza de apoyo al Gobierno de Pedro Sánchez y primera de la oposición).
En esta última espiral de crispación desatada en su derrota (en su doble sentido: el de perder las elecciones y el de su derrotero), lo más preocupante, de lejos, no es ya en sí este bibloquismo que ha venido a reemplazar al bipartidismo (imperfecto), sino la contumacia con que el bloque de derechas está ahondando en errores que han causado mucho daño en la historia de España... y pueden provocar, aún hoy, perjuicios irreparables sobre los bienes y valores que proclama defender.
Decía George de Santayana que “quienes ignoran su historia están condenados a repetirla”. Durante estas Navidades he podido releer al gran escritor canario Benito Pérez Galdós (1843-1920), cima de las letras hispánicas, de cuya muerte en Madrid se cumplieron los 100 años el pasado 4 de enero. Sus Episodios Nacionales enhebran el mejor fresco del terrible y sanguinario siglo XIX de España (1805-1898), surcado por mil asonadas, fusilamientos, cuartelazos, golpes y contragolpes. Especialmente memorables son los pasajes que ocupa la atropellada sucesión de crueles guerras civiles —las Guerras Carlistas, entre otras—, hacia la frustración de la I República, anegada en las no menos sangrientas insurrecciones cantonales. Los Episodios de Galdós destilan lecciones de historia, lecturas imprescindibles para entender la estatura de gigantes posteriores a su obra, como Azaña y Negrín, objeto de colaciones carentes de rigor o acierto, vertidas como munición a beneficio de inventario en los últimos pasajes de los turnos que intentaban impedir la investidura.
¡Releamos todos a Galdós! Conviene a quienes apoyamos el Gobierno que resulta de esta investidura conforme a las elecciones. Conviene a los separatistas y a cuantos se reputen de alguna identidad contrapuesta a la pluralidad de ellas que atraviesa nuestra historia. Y conviene, aquí y ahora, a esa derecha que fabrica y exporta crispación a espuertas para convertirla en un monstruo que escape a sus creadores.
En la inmersión de memoria viva y realidad española que Galdós novela magistralmente duele constatar que una parte decisiva de la derecha española no acaba nunca de aprender de la historia expensas de su propia historia, y que por lo tanto tampoco es capaz de comprender las transformaciones de nuestra realidad ni de adaptarse a ellas para liderar su respuesta.
La Cuestión Catalana es seguramente la prueba más sangrante y elocuente. Ante la irritante evidencia de su empeoramiento, a punto de cronificarse, consterna que no haya surgido del propio PP ningún atisbo indiciario de reflexión autocrítica. Por la ofensiva insensata —y sobre todo equivocada— con que azuzó la chispa de la que provino el incendio. Pero, ¿aún es posible que no vean —aunque no reconozcan— cuánto ha perjudicado la convivencia en España con Cataluña dentro su ferocidad a propósito del Estatut de 2006 que marcó un antes y después en el secesionismo? Ante la exasperación con que sacude a España entera, ¿acaso no entiende el PP su parte de responsabilidad por aquella flamígera campaña contra un Estatut votado en su día en referéndum, aquella recogida de firmas, aquel boicot voceado contra el cava catalán, aquella funesta intervención en el TC alterando su composición con artificiosas recusaciones, que expuso como nunca antes la integración constitucional al riego de la más grosera explotación electoral de agravios comparativos del resto de los Estatutos de tercera generación —desde Valencia a Canarias, pasando por Andalucía— por un independentismo que no ha cesado desde entonces de erigirse en amenaza contra la Constitución y la unidad de España?
Antes bien, increíblemente, frente a los esfuerzos —visiblemente fatigosos, notoriamente dolorosos— que viene asumiendo el presidente Sánchez por reabrir una ventana de oportunidad a un diálogo que reconduzca el problema desatado hacia una inflexión que esquive el punto de no retorno, en lugar de apuntalar la vía constitucional de respuesta ante el problema (una propuesta de EACat que, votada en referéndum, evite la reivindicada “autodeterminación”), ¡el PP ya ha anunciado que volverá a recurrir judicialmente cualquier resultado que surja de esa conversación todavía por explorar, sin aportar (ni molestarse en intentarlo, ni aparentarlo) ninguna otra alternativa que ayude a desactivar la tensión acumulada en un horizonte razonable, al alcance por lo menos de nuestro tiempo en esta vida!
¿Qué propone esta derecha? ¿Y qué se propone esta derecha? ¿Cuál es, si no, su alternativa? ¿Acaso no leen ni ven que la experiencia histórica muestra con claridad que apropiarse de los símbolos de la patria, el patriotismo y la Constitución de todos, e incluso la Monarquía, no sólo nunca sirvió al refuerzo colectivo ni a la legitimación de tan preciados bienes públicos, sino que, por el contrario, perjudicó invariablemente —una y otra vez tras otra— su crédito y su sostenimiento?
Alguien debería en el PP reivindicar la “funesta manía de pensar”. Pensar mejor antes de hablar. Y, sobre todo, pensar y hablar menos destructivamente antes de descargar su tempestad apocalíptica contra lo que, siendo de todos, confiscan privativamente, sus propias prioridades proclamadas, que son, según su discurso, preservar la vida útil de la Constitución, salvaguardar la Corona y la unidad de España.
Va siendo hora de que aprendan las lecciones de la historia. La de España —lean Galdós— y las de su propia historia. Por la ciudadanía española (que integra a la catalana), y por su propio bien: “Releamos a Galdós, antes de hacernos más daño”.
Publicado en Huffington Post