¡En la marejada identitaria la izquierda ni puede ganar ni tiene nada que ganar: solo el nacionalpopulismo, en sus diversas vertientes, tiene caldo de cultivo!
Por razones entendibles, suelo concentrar mis colaboraciones en esta tribuna de opinión en torno a la actualidad de la UE: me esfuerzo por poner de mi parte para combatir el déficit de comunicación que habitualmente lastra la acción del Parlamento Europeo (PE), por más que esta sea tan ingente como influyente sobre la actividad de los parlamentos nacionales. En esta ocasión, se comprende que me centre en una reflexión a propósito del impacto del 10-N sobre la comprensión de la política en España, tanto en su composición factorial - “aritmética”, decimos- en lo cuantitativo, como en lo cualitativo.
No cabe duda, en efecto, en cuanto al primer factor: las elecciones del 10-N han dejado tras de sí las Cortes Generales (eso es, el Parlamento) más troceado, fragmentario y atomizado del historial democrático desde 1977 (las primeras elecciones, preconstitucionales, fueron hace 42 años). Desde el punto de vista cuantitativo, nunca habíamos visto hasta ahora un Congreso de los Diputados (¡En el Congreso, no en el Senado, tendencial “Cámara territorial”!) en el que hayan obtenido escaño(s) nada menos que ¡13 formaciones políticas de alcance exclusivamente territorial!: 13 formaciones exclusivamente circunscritas a intereses locales, insulares, regionales, nacionalistas o, en todo caso, no nacionales con proyección en toda España: es un caso único en toda la UE; no hay nada comparable a esto en todo el espectro europeo (¡qué envidia de Portugal, donde no existe desafío nacionalista, ni mucho menos ningún atisbo de separatismo!).
Desde el punto de vista cualitativo, que es el que más me preocupa, todos los comentarios a partir del resultado de las urnas del 10-N han incidido en la difícil asimilación y digestión que nos impone a todos en la política española una extrema derecha que, erupcionada abruptamente, revienta por todas las costuras los consensos trabajados durante cuatro décadas de democracia constitucional. No ha de descuidarse un segundo que esta extrema derecha procede, genéticamente, de un desprendimiento del PP: como he debido explicar tantas veces en el PE, la “anomalía española de ausencia de extrema derecha” era solo aparente: ¡estuvo desde siempre ahí, durante muchos años hibernada en el PP... pero ahí, siempre ahí!
Tampoco cabe confundirse en cuanto a su motor eficiente: a diferencia de otras latitudes en la UE, el fuel de la extrema derecha en la política española no es la xenofobia, ni la islamofobia, ni la homofobia, ni el machismo resistencial y resentido contra la denominada “ideología de género”: ¡es el separatismo rupturista de las formaciones que actualmente gobiernan en Cataluña! El ascenso electoral de la extrema derecha española es directa consecuencia del punto de saturación y hartazgo con el que su electorado reacciona ante lo que es, a su juicio, un insoportable cúmulo de ofensas a la identidad, símbolos y sentimientos de pertenencia a España por parte de un independentismo que apuesta por la ruptura unilateral del orden constitucional y de la convivencia entre l@s español@s.
Con todo, el factor cualitativo más sombrío en el paisaje descrito tras el 10-N es el del cainismo: la extremación desmedida de las intransigencias cruzadas, que ha hecho que los discursos y los programas se confinen a círculos sectarios trufados por una fe carbonaria, mutuamente excluyentes. No ya incapaces de pactar, sino también de, tan siquiera, sentarse a hablar. La radicalización del secesionismo catalán nos ha impuesto en toda España una espiral irrespirable de nacionalismos de trinchera y de confrontación. Contrapuestos entre sí, cada vez más irreconciliables, se proponen como designio abocarnos a un horizonte destructivo parta nuestra convivencia en la diversidad y potencialmente suicida para la integración constitucional cuestionada.
Y aún hay otro efecto asociado, no menos perjudicial: nos venimos abismando durante años decisivos para afrontar retos climáticos y demográficos inaplazables a una versión de la política que, paradójicamente, niega la razón de ser de la política misma. Ninguna concesión al diálogo para espigar puntos comunes resulta siquiera concebible cuando se ha espoleado la demonización recíproca de cada sigla adversaria. Expresado de otro modo: tan peligrosa deriva hacia la futbolización de la política -tribalizada, divisoria, adversarial, entre hinchadas de hooligans que, en cuanto se tropiezan, la emprenden a golpes entre sí- conduce inexorablemente a su jibarización: el círculo se su referencia se contrae cada vez más al restringido subcírculo de sus incondicionales, a su vez cada vez más fanatizados en la mutua intransigencia de su única religión verdadera.
¡Y no hay modo así de hacer política!¡ La política no es eso! El oficio de la política es cabalmente el contrario: tender puentes, conversar, explorar puntos comunes entre las expresiones legítimas del pluralismo en una sociedad abierta. Nadie puede aspirar a gobernar un país plural sin concesión alguna a su diversidad ni al otro. Nadie puede imponer su proyecto a los demás sin ninguna comprensión ni concesión a la visión que los demás incorporen de sus intereses legítimos y, no digamos ya, de sus derechos reconocidos en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía respectivos.
Crecen los foros convencidos de que suman ya millones l@s español@s que echan de menos los liderazgos visionarios -si es necesario, arriesgados- que proyecten su visión sobre la opinión pública, ilustrando sus debates y empedrando sus encuentros, en vez de secundar ciegamente sus contraposiciones primarias, encanallar sus debates y explotar sus desencuentros en aras de un puñado de votos. Para dialogar y acordar hay que formatear previamente a la opinión pública, en lugar de hurgar en la herida de la división y la confrontación y, mucho menos aún, de estimularla artificialmente, reabriéndola para que sangre antes de que tenga ocasión de poder cicatrizar.
Es cierto que el crecimiento de la extrema derecha es un mal y un desafío. Procede escrutar sus causas: mucho más relacionadas con el hartazgo contra el secesionismo catalán que con ningún otro factor. Pero también lo es que el independentismo ha desatado en España una espiral siniestra, una dinámica perversa típica de la acción/ reacción: la de una ola irrefrenable de confrontaciones identitarias enconadas que dificulta cada vez más la agenda y el discurso político distintivo de la izquierda: ¡En la marejada identitaria la izquierda ni puede ganar ni tiene nada que ganar: solo el nacionalpopulismo, en sus diversas vertientes, tiene caldo de cultivo!
Insisto en que el origen y causa de este virulento brote de extrema derecha -de nuevo, solo aparente: siempre había estado ahí, hibernada en el PP-, como también el hecho de que haya decidido su desprendimiento del PP y emprender su propia singladura, competir por cuenta propia, es directa consecuencia de la mendaz ofensiva del separatismo catalán. Ambos síndromes de nacionalismo netamente reaccionario están interconectados. Se demuestran mutuamente retroalimentativos e interdependientes. Se necesitan y se sirven.
El sueño del separatismo es el de esa España negra -nada que ver con la real- que se parezca a fuerza de golpes a la grotesca caricatura, oscura, cetrina, sórdida de esa nostalgia franquista que tanto dicen detestar. ¡A muchos nos duele la boca de repetir en el PE que, 45 años después de muerto Franco, España nada tiene que ver con esa distorsión irrespirable! Pero ellos, los separatistas, la buscan afanosamente, estimulando para ello la reanimación de la extrema derecha que hibernaba en el seno del PP. Pedro Sánchez solía repetir en los mítines que “los dislates del PP acabaron activando una factoría de separatistas”. El razonamiento puede completarse: “los dislates del separatismo han acabado activando una factoría de fachas”.
Nadie puede calcular el daño que el secesionismo unilateral nos ha hecho al conjunto de l@s español@s (con l@s catalan@s dentro): nos ha arrastrado a todos a una suerte de neurosis nacional que no nos deja ya casi hablar de ninguna otra cosa, por importante que sea: el cambio climático, el plástico en los mares, la guerra comercial, el tráfico de seres humanos, la precarización del trabajo, las pensiones... ¡Nada determina el voto como esta cuestión obsesiva!
Ahora, cuando esa extrema derecha pujante tras el 10-N se envalentona, enjarreta, se embarca ebria en su estética de autovindicación y retórica guerracivilista dinamitando, farruca, todos los consensos trabados desde la Transición -así, escuchamos sus gritos incluso en la calle Ferraz la noche de las elecciones, intentando acallar o intimidar a los que se congregaban ante la sede del PSOE con ánimo de celebrar la victoria, justa, parca, pero victoria al fin-, cuando jalea, agresiva, su consigna “¡A por ellooos... Oeeee!”... solo cabe preguntarse... ¿A por quiénes van? ¿A por ti? ¿A por nosotros... a por todos los demás?”.
O el liderazgo colectivo que surge de estas elecciones tiene el valor, el arrojo, el coraje y la visión para ponerse por delante de esas opiniones públicas cada vez más fanatizadas; poniéndose por delante, no por detrás, primando los intereses mayoritarios, comunes, y la convivencia, o solo caben razones para sentir preocupación por el futuro del país que nos acoge y que habitamos.
Publicado en Huffington Post