Durante los últimos años he escrito una y otra vez acerca del Elefante en nuestro salón, en casa. En todas las lenguas de la UE esta metáfora traduce la de su acuñación en inglés: el Elephant in the Room, esto es, un problema enorme del que no resulta posible ni evadirse ni escapar... salvo que se empleen los cinco sentidos en ignorarlo a fuerza de no querer verlo.
En el aquí y ahora de la democracia española en su plena madurez —40 años cumplidos desde la Constitución de 1978—, ese paquidermo ha crecido hasta hacerse ineludible: ese al que nos referimos como “cuestión catalana” es, sin duda razonable, el problema más gordo que haya afrontado hasta ahora la democracia constitucional en sus 40 años descritos abrumadoramente como la historia de un éxito.
Un éxito, sí, colectivo: de autosuperación de esa anterior historia, de varios siglos de aislamiento y deplorable retardo en las corrientes de progreso que recorrieron Europa mientras los españoles nos desangrábamos en sucesión infinita de cuartelazos, asonadas, pronunciamientos, golpes y crueles guerras civiles. Hasta que la democracia recuperada a fines de los años 70 nos permitió convivir en la pluralidad política, identitaria, lingüística, cultural y territorial, desmintiendo los prejuicios y los mitos que predecían lo contrario, y mostrando resiliencia ante las consecuciones y logros que nos cambiaron a mejor.
Cierto es que nuestra democracia supo superar el golpismo y la amenaza del involucionismo; como superó el Tejerazo y las movilizaciones contra la reconversión industrial, la reforma educativa, la corrupción y la indignación contra las desigualdades espoleadas por la austeridad recesiva a lo largo de la crisis y de la Gran Recesión de la segunda década de este siglo XXI. Y que por encima de todo enfrentó, sin desdecirse de sus valores democráticos, el sanguinario terrorismo de ETA y la masacre yihadista del 11-M de 2004. Pero también es verdad que, hasta la fecha, ningún reto había sometido tanto a prueba la resistencia de materiales del edificio constitucional como lo ha hecho la apuesta por el unilateralismo secesionista, con grave quebrantamiento de toda legalidad (empezando por violar la Constitución y el propio Estatut de Cataluña) en esta que hemos dado en llama, en todas las lenguas de la UE, “crisis en Cataluña”, con su deterioro imparable de la convivencia en el seno de la propia Cataluña y de respeto al pluralismo en su propia sociedad. TheElephant in the Room.
En el aquí y ahora de la democracia española en su plena madurez —40 años cumplidos desde la Constitución de 1978—, ese paquidermo ha crecido hasta hacerse ineludible: ese al que nos referimos como “cuestión catalana” es, sin duda razonable, el problema más gordo que haya afrontado hasta ahora la democracia constitucional en sus 40 años descritos abrumadoramente como la historia de un éxito.
Un éxito, sí, colectivo: de autosuperación de esa anterior historia, de varios siglos de aislamiento y deplorable retardo en las corrientes de progreso que recorrieron Europa mientras los españoles nos desangrábamos en sucesión infinita de cuartelazos, asonadas, pronunciamientos, golpes y crueles guerras civiles. Hasta que la democracia recuperada a fines de los años 70 nos permitió convivir en la pluralidad política, identitaria, lingüística, cultural y territorial, desmintiendo los prejuicios y los mitos que predecían lo contrario, y mostrando resiliencia ante las consecuciones y logros que nos cambiaron a mejor.
Cierto es que nuestra democracia supo superar el golpismo y la amenaza del involucionismo; como superó el Tejerazo y las movilizaciones contra la reconversión industrial, la reforma educativa, la corrupción y la indignación contra las desigualdades espoleadas por la austeridad recesiva a lo largo de la crisis y de la Gran Recesión de la segunda década de este siglo XXI. Y que por encima de todo enfrentó, sin desdecirse de sus valores democráticos, el sanguinario terrorismo de ETA y la masacre yihadista del 11-M de 2004. Pero también es verdad que, hasta la fecha, ningún reto había sometido tanto a prueba la resistencia de materiales del edificio constitucional como lo ha hecho la apuesta por el unilateralismo secesionista, con grave quebrantamiento de toda legalidad (empezando por violar la Constitución y el propio Estatut de Cataluña) en esta que hemos dado en llama, en todas las lenguas de la UE, “crisis en Cataluña”, con su deterioro imparable de la convivencia en el seno de la propia Cataluña y de respeto al pluralismo en su propia sociedad. TheElephant in the Room.
En el Parlamento Europeo (PE) hemos debido hacer frente al daño a la reputación constitucional de España causado —con una masiva inyección de dinero público— por el secesionismo auspiciado desde las instituciones públicas. El mal ha sido doloso (intencionalmente causado), como real y doloroso en cuanto se repara en lo que nos había costado ser respetados y fiables, español@s en Europa. Y, por decirlo todo, también durante unos años que resultaron decisivos, una mezcla de afasia, inanidad e incompetencia en la respuesta necesaria y obligada a la ofensiva del independentismo permitió que el dinero malversado dañara en el exterior la imagen de nuestro país que tanto nos había costado erigir.
Una democracia constitucional, como lo es la española, garantiza plenamente derechos y libertades, pluralismo identitario y ciudadanías compatibles, pero se basa (y lo exige) en el imperio de la ley y en la igualdad ante ella: un tribunal independiente y con todas las garantías (presunción de inocencia, defensa y asistencia letrada, todas las pruebas de descargo), en un juicio retransmitido con transparencia ante los medios y ante la opinión pública sin interrupción ni cortes, lo que ha permitido ver cómo se hace la Justicia (Justice, and how it is done). El TS (art.123 CE) acaba de pronunciar una sentencia ejemplar. Singularmente concebida para resistir cualquier reexamen en foros supranacionales (TEDH en Estrasburgo, TJUE en Luxemburgo). Lo ha hecho su Sala Segunda, de lo Penal, la única expresamente constitucionalizada (arts.71 y 102 CE). Y lo ha hecho recordando que el Rule of Law (art. 2 TUE) se fundamenta en el acatamiento de la Ley y las sentencias del Poder Judicial, cuyo obligado cumplimiento (art. 118 CE) vincula a los poderes públicos y a toda la ciudadanía. Su crítica es legítima y lícita, pero su desobediencia o desprecio no son una opción en ningún Estado constitucional de Derecho: las sentencias vinculan. Se acatan, sin alternativa.
A quienes nos vemos compelidos a recordar obviedades como las que nos recuerdan la obligatoria observancia de nuestras reglas de juego en una democracia abierta que sepa respetarse a sí misma nos toca ahora mucho por hacer, con especial dedicación a lo que no hizo durante años decisivos. Contribuir con nuestras fuerzas a restaurar nuestra visión autoafirmativa de España como una gran democracia constitucional, avanzada, en muchos sentidos ejemplar. Desde luego es referente si se la compara con nuestra historia, como lo es también en términos comparativos con otras grandes democracias a las que habíamos mirado con admiración o envidia durante demasiado tiempo.
Y nos concierne, en lo inmediato, la explicación de la sentencia del TS en toda Europa y en todo lo ancho del globo. A todo trapo y en la medida en que haga falta, porque si es bien es verdad que, en cuanto resoluciones de un conflicto en Derecho, las sentencias se autoexplican en sus fundamentos jurídicos (sus razones y argumentos apoyados y constreñidos por la ley, que se extienden nada menos que a lo largo de 500 páginas), también lo es que en este caso proceda explicar su trasfondo, en cuanto permite evitar cualquier eventual revisión de la sentencia en sede supranacional.
Y en el futuro, en lo mediato, habrá que despejar asimismo algunos debates indocumentados. Primer ejemplo: los “indultos”; habrá que explicar cuanto haga falta que ningún indulto responde a iniciativa de Gobierno alguna (debe solicitarlo la persona condenada o alguien en su representación, debiendo constar además informe favorable a su concesión por parte bien del ministerio fiscal, bien del propio tribunal que haya dictado la sentencia condenatoria); y que ningún indulto cuestiona ni corrige ni revoca en ningún caso la condena legalmente impuesta (se limita a conmutarla parcialmente en algún caso). De modo que sin que lo pida la persona condenada con algún pronunciamiento o algún informe favorable no hay ya nada más que hablar aquí. Segundo ejemplo: la “amnistía” (una extinción del delito y de la responsabilidad penal que sólo podría aprobarse por una ley, lo que de ninguna manera podría ser el caso aquí). Despejar, pues, esos debates tan artificiosos como estériles para acometer los debates que, esos sí, sean necesarios: cómo reforzar la euroorden y la cooperación judicial penal en la UE, basada en la confianza mutua, en el reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales, así como profundizar en la armonización del Derecho penal de los estados miembros.
Y, cómo no, lo irrenunciable: recuperar la convivencia en una renovada apuesta por la capacidad de integración de la pluralidad constitutiva de España.
Publicado en Huffington Post