Después de años de agitadas controversias en torno a una hipotética secesión de Cataluña y otras tantas conjeturas acerca de los efectos de una “declaración unilateral de independencia” sobre la arquitectura constitucional de España y de la UE, asombra la contumacia de algunas falacias argumentativas, tan pertinazmente reiteradas para el argumentario mantra de los independentistas como desmontados convincentemente por el criterio inapelable de quienes tienen idea de lo que estamos hablando.
Produce estupefacción, en efecto, la pobreza de las explicaciones más manidas en el torpe manual de campaña que hemos oído hasta el aburrimiento de los portavoces de Junts pel Si, alérgicos, sordos o inmunes a las contundentes razones con las que quienes no se dejan engañar ni por ensoñaciones ni por voluntarismos les han dicho que no. Una y otra vez que no. Que no es verdad que una Cataluña independiente se abriría paso por sí sola y sin más en la UE y en la comunidad internacional con el mero “ábrete sésamo” del “pragmatismo europeo” y de la “voluntad política”, aunque esto contradiga el Derecho.
La última diatriba pública trufada de equívocos gruesos es la que se ha ventilado a propósito del extravagante careo entre el ministro de Exteriores del todavía oficiante Gobierno de Mariano Rajoy con el líder de ERC, Obiol Junqueras: la discusión acerca de la nacionalidad española de los catalanes al día después de una hipotética declaración de independencia. Un asunto este sobre el que, por cierto, el Presidente del Gobierno hizo el mayor de los ridículos en una desdichada entrevista cuyo “minuto de gloria” ha sido “viral” en Internet.
Duele la boca repetirlo, pero habría que sintetizar los argumentos que una y otra vez han condensado los conocedores del Derecho Europeo: la UE es un unión de Estados, “Estados miembros”, no una unión solo de innominados “pueblos” lingüísticos de Europa ni tampoco de “naciones autoproclamadas”. Cataluña está en la UE porque es parte integral de España: el día que deje de ser o considerarse parte del “Reino de España” (denominación del Estado español sujeto al Derecho Internacional general), dejaría de ser parte integrante del territorio de la UE, con todos sus habitantes dentro, y dejaría de serle aplicables los Tratados y el Derecho originario y derivado.
El Reino de España, desde que Cataluña proclamase su autosegregación, seguiría siendo un Estado en la UE y en la Comunidad internacional (regla de la “sucesión de Estados”), mientras que Cataluña pasaría a autoproclamarse como un nuevo “sujeto” carente de reconocimiento en la Comunidad internacional (en tanto no lo obtuviese por los órganos que les representan, Asamblea General de NU y Consejo de Seguridad). Pasaría por tanto a ser un “territorio tercero” y ajeno a la UE. Si quisiera solicitar su “adhesión” a la UE debería cumplimentar su candidatura y completar exitosamente, junto y detrás de los demás candidatos (Turquía, Serbia, Montenegro, Albania y Macedonia), los 36 protocolos de adhesión y obtener la unanimidad favorable de los 28 EE.MM, sin excepcionar a ninguno.
Las reglas de la incorporación a la UE están descritas con claridad en los arts. 48 a 52 TUE. No admiten ninguna forzatura “interpretativa” obedeciente a supuestos criterios “pragmáticos” ni tampoco lecturas más propias del “Derecho natural” (como “si estamos dentro, nadie nos puede echar”) que de un razonamiento riguroso y democrático, tal y como hemos escuchado sugerir en las sonrojantes banalidades de los portavoces independentistas a este respecto.
El régimen jurídico de la nacionalidad está descrito no sólo en los arts. 17 y ss. del Código Civil: sus bases constitucionales han quedado blindadas en el art. 11 CE. Es cierto que su párrafo 2 establece claramente que “ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad” (a menos que renuncie a ella voluntariamente, se sobreentiende). Y cierto también que este régimen jurídico quedó establecido para la hipótesis de una vigencia normalizada de la Constitución, con la intención de conjurar y proscribir la anterior práctica franquista de desposeer de su nacionalidad a quienes la dictadura considerase “malos españoles” (ya fuera por decreto gubernativo, ya fuera por sentencia judicial), convirtiéndoles así en apátridas carentes de vinculación -y, por supuesto, de derechos- con el Estado y con España. Para prohibir que eso pasara, se consagró esa cláusula en la Constitución. No como previsión de un supuesto más que improbable sino entonces inimaginable: una “declaración de independencia” que comprendiese un territorio y sus habitantes dentro.
Como ha señalado el profesor Roberto Blanco Valdés, ante esa hipótesis demenciada poco puede decir la Constitución en vigor. Sólo cabe colegir que quienes optaran por esa nueva nacionalidad “catalana” excluyente de la española estarían, por un lado, renunciando expresamente a la ciudadanía española y a la ciudadanía europea (puesto que la ciudadanía catalana ya es compatible con la ciudadanía española y con la ciudadanía europea). Y que, como obviamente no existe ningún “tratado” de “doble nacionalidad” española y catalana hoy en vigor ni en previsión, la adquisición de esa hipotética “nacionalidad catalana” excluiría ipso facto la española y la europea.
La conclusión es obvia: esa hipotética “nacionalidad catalana” incompatible con la española y la europea es divisoria y rompedora: fractura a la sociedad catalana y a los ciudadanos/as de Cataluña individualmente considerados, obligándoles a escindirse en lo que hasta ahora son sus identidades múltiples, y compatibles.
El independentismo aboca a un callejón sin salida. Pero sus argumentos jurídicos son un bucle de contradicciones tan gruesas como los que separan a CiU y ERC, formaciones ambas componentes, mal avenidas entre sí, de esa plataforma conceptual, políticamente fraudulenta, que electoralmente ha dado en llamarse “Junts pel Si”.
Artículo publicado en republica.com