11 de noviembre de 1918 a las 11 am. Ese fue el momento exacto en el que los Altos Mandos decidieron decretar el Armisticio.
1918. Puso así punto y aparte (aunque no punto final) a la Gran Guerra que arrancó aquel 28 de junio de 1914 con el asesinato en Sarajevo del heredero del Imperio Austrohúngaro, Gran Duque Francisco Fernando, junto a su esposa Sofía.
Ni aquella que hoy conocemos como I Guerra Mundial fue la primera ocasión de guerra civil en Europa. Ni fue tampoco la última: la II Guerra Mundial (1939-1945) fue directa consecuencia y corolario de la primera. De sus cuentas no ajustadas y pendientes de revancha, históricamente conexas a la "humillación" de Alemania en el Diktat de Versalles (1919).
Ahora, 2018. Toda Europa -jefes de Estado y Gobierno congregados en Paris, 500 millones de ciudadanos de los Estados miembros- contiene el aliento al evocar aquella inmensa catástrofe que traía causa de otras previas y preludiaba otra aún peor. No sobra ninguna reflexión que profundice el homenaje al dolor de sus 21 millones de muertos y otros tantos millones de heridos y mutilados que nunca se recuperaron. Su sacrificio no fue, sin embargo, suficiente ni para prevenir primero, ni para evitar después, el de los casi 60 millones de muertos de la II Guerra Mundial. Inmolados todos ellos en el altar de o en la lucha contra el nacionalismo fanático.
Es tanta la literatura histórica que se acopia en estas fechas en memoria del desastre que es casi imposible explicar la disonancia cognitiva entre el lúcido recuento de lo que sucedió y el miedo a que los fantasmas de 1918 resurjan por alguna rendija en 2018. Y no lo hagan como farsa sino con trazos trágicos.
Metáfora de los "sonámbulos": la historiografía documenta cómo los líderes políticos y militares del momento, en el mosaico de imperios y confederaciones multinacionales con que se dibujaba entonces el mapa rompedizo de Europa, condujeron a la muerte a 21 millones de jóvenes. Sin ser capaces de entrever ni el fuego que tenían entre manos, ni lo que se les venía encima. Como sonámbulos cegados por una espiral imparable de acción/reacción a la que nadie opuso al menos un quiebro de cordura. A la "movilización general" rusa en protección de Serbia se opuso una "movilización general" por parte de los imperios austríaco y alemán que abocó a un enloquecido cruce de declaraciones de guerra que enfrentó a todos contra todos. En una orgía de sangre que sacudió el planeta los años sucesivos, con una mortalidad carente de precedentes en toda la historia de la humanidad... y que sería triplicada por el aún más terrible balance de víctimas causadas por la II Guerra Mundial tan solo 20 años después.
El "nacionalismo es la guerra". Es la lección, la enseñanza. Conmociona constatar cómo la conciencia histórica y la radiografía histórica del recuerdo puede conjurarse ahora con la disolución o extinción de la memoria. Que es la conciencia activa de nuestra responsabilidad de aprender de la experiencia y especialmente de las malas, incluso de las peores. De las más duras. Cien años tras la Gran Guerra, los egoísmos nacionales rampan de nuevo en Europa -como en EE UU, Brasil o Rusia-. Disolviendo las lecciones del reconocimiento y de la reconciliación surgidas de la más cruenta guerra civil entre europeos con los que la primera mitad del siglo XX regó de sangre el continente.
Se multiplican las alarmas. Pero ningún antídoto va pareciendo ser bastante para prevenir la semilla de la desconfianza al otro. De las fronteras recrecidas entre Estados europeos. De la xenofobia y el odio y la explotación del miedo a los cambios impulsados por los vientos que anticipan que el futuro ya está aquí, y que la globalización no es una superstición sino una realidad que, de no ser gobernada, viene dejando tras de sí desigualdad exasperada y un amargante rencor entre quienes se sienten perdedores de ese Diktat.
Para que nada ni nadie pueda escribir ni temer a una Europa gobernada de nuevo por "irresponsables sonámbulos" que conducen a otros millones a un abismo. Urge, es claro, la memoria. Y también la narrativa y épica que ilusione y dé esperanza a quien siente que, cien años desde la I Guerra Mundial que se interrumpió en 1918, la "lucha de clases persiste, solo que la ganan los ricos, que son cada vez más ricos" (como escribió W. Buffet), frente a los pobres, que son más, y son cada vez más pobres. Por eso urge restaurar la voluntad, la memoriay sobre todo instituciones. Para conjurar el síndrome del sonambulismo suicida y de la desmemoria del nacionalismo miope, reaccionario y contra histórico. Urge defender y rearmar el multilateralismo y la gobernanza global. Nunca más una ocasión alternativa al desorden, la injusticia, y la guerra.
Publicado en Huffington Post