Se cumplen 10 años desde la caída de Lehman Brothers.
El desmoronamiento de los gigantes financieros con pies de barro que hasta que se derrumbaron eran considerados "too big to fail" (demasiado grandes para fracasar) marcó, a fines de 2008, el aldabonazo definitivo de lo que desde entonces hemos venido conociendo como la Gran Recesión; en lo que nos concierne, la crisis más larga y profunda de la construcción europea. La peor crisis de su historia.
Y a lo largo de esta década han sido innumerables los títulos publicados acerca de esta Glaciación de la voluntad europea -ensayos, análisis cuantitativos, síntesis explicativas- en sus aspectos financieros y económicos (el euro y sus defectos congénitos, primas de riesgo, la deuda soberana, el papel del BCE...). Yo mismo me cuento entre quienes hemos contribuido a esta exégesis. Pero también entre quienes hemos subrayado la enormidad del alcance -difícilmente calculable hace apenas 10 años- del impacto social y político de aquella crisis que, se dijo, devino del derrumbamiento de bancos "too big to fail" del que el tsunami Lehman Brothers actúa ya como epítome: la exasperación de las desigualdades (salariales y de renta, de género, laborales, intergeneracionales...), el empobrecimiento de las clases medias, la precarización de la juventud y la desinformación masiva con la proliferación de retóricas simplificadoras o simplemente negadoras de la globalización, han redundado de consuno en una redefinición de los comportamientos electorales y, consiguientemente, de los paisajes políticos y parlamentarios en los Estados miembros (EE.MM) de la UE.
No puede extrañarnos, por tanto, que el crecimiento de fórmulas de extrema derecha más o menos reseteadas (nacionalismo reaccionario, odio a los extranjeros, explotación política del miedo a los cambios y del resentimiento causado por el deterioro de las precedentes cotas de cobertura social, con la propensión consiguiente a la estigmatización de chivos expiatorios, con recurrente preferencia por las minorías y/o los inmigrantes) haya hecho correr ríos de tinta.
Que nadie dude que también esa mixtura nociva de nacionalpopulismo y ultraderecha reaccionaria ha sido objeto de debates del Parlamento Europeo (PE) desde el inicio de la crisis. Ese fue el caso, singularmente, en la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del PE (Comisión LIBE) durante la legislatura en que la presidí (2009-2014): Hungría (Gobierno de Victor Orbán desde 2010) y Polonia (Gobierno PiS desde 2012) han estado en la diana de nuestra petición de activación de lo previsto en el art. 7 TUE (sanciones a los EEMM incursos en "riesgo grave" de "violación persistente" de los principios y valores del constitucionalismo europeo). El fragor de esos debates se ha extendido a la presente Legislatura europea 2014-2019, que encara ahora su recta final con este último tramo que arranca en el Pleno de septiembre en Estrasburgo.
De modo que, efectivamente, en esta semana de septiembre, en el pleno del PE en Estrasburgo, hemos debatido y votado el Informe Sargentini, puesto en marcha desde la Comisión LIBE (Informe de Iniciativa, equivalente a nuestras Proposiciones No de Ley) para la activación del art. 7 TUE a propósito de la deriva ultranacionalista del Gobierno de extrema derecha que lidera Victor Orban (de la familia del PP Europeo). Gobierno de un E.M que hace años que se niega a aplicar el Derecho vinculante en materia de gestión integrada de fronteras exteriores y de solidaridad en la responsabilidad compartida de los flujos migratorios y demandantes de asilo (arts.67 a 80 TFUE).
El PPE -Grupo político del que procede Orbán y su Gobierno de Fidesz- ha acudido a este debate y consiguiente votación completamente dividido, notoriamente amedrentado por la retórica arrogante y mendaz del primer ministro húngaro. El PP se ha evidenciado patéticamente incapaz de retratarse y llamar a las cosas por su nombre. Incapaz de señalar la inaceptable política y el ofensivo discurso de su conmilitón Orbán, abanderado en la pancarta de la autodenominada democracia iliberal.
Diferentemente, como en anteriores ocasiones, Socialistas, Verdes, GUE (la Izquierda Unida europea) e incluso los Liberales, venimos abogando hace mucho por depurar sus responsabilidades a los Gobiernos recalcitrantes en su desprecio a los principios constitutivos de la UE, al frente de los países más groseramente incumplidores del Derecho europeo (Hungría y Polonia, a la cabeza). Hemos votado y votaremos favorablemente, cada vez que haga falta, la activación del art.7 TUE respecto de aquellos Gobiernos que ignoren o pisoteen dolosa y reiteradamente los principios y las reglas que se comprometieron a respetar -algunos no hace tanto tiempo, Hungría ingresó en 2004- cuando se adhirieron a la UE.
Es cierto que el completamiento de lo previsto en el art. 7 TUE exige unas mayorías amplias (4/5) de los miembros del Consejo para incoar el expediente tras la constatación de un "riesgo grave" de violación del Tratado; y exige "unanimidad" para actuar ante una "grave violación" (excluido el país expedientado, art. 354 TUE) mediante la imposición de las mayores sanciones (suspensión de sus derechos de voto en el Consejo). Mayorías tan cualificadas (que deberán ser avaladas por 2/3 de los votos del Parlamento Europeo: en la práctica se exigen 376 votos) son improbables en la práctica (países como la República Checa, del "Grupo de Visegrado", temen ser los siguientes en la lista). Pero es asimismo verdad que la UE debe acometer y resolver ese test existencial que supone el desafío de aquellos países que apuestan por disolver la consistencia vinculante de su ordenamiento jurídico, degradándolo hacia un club en el que los gobernantes europeos entrecruzan sus contradicciones en un juego de impotencias que nos condena a la parálisis ante la globalización.
Tanto Hungría como Polonia han emprendido trayectos de retroceso autoritario, con reducción del pluralismo informativo y control de la opinión pública mediante el refuerzo de los aparatos de comunicación controlados por los Gobiernos; más grave aún: han asaltado sin complejos la independencia judicial mediante la desinhibida ocupación gubernamental de Fiscalía, Judicatura y Tribunal Constitucional. Todo ello en un contexto de corrupción pandémica (en busca de su impunidad) en el manejo de fondos europeos (Fondos Estructurales y de Cohesión, Redes Transeuropeas...).
El último episodio de esta secuencia alarmante de incremento de los apoyos electorales de la extrema derecha acabamos de testarlo en las elecciones en Suecia del domingo 9 de septiembre. Cierto que, nuevamente, el Partido Socialista del Primer Ministro Stefan Löfven emerge, con dificultades, como primera fuerza (con su peor registro histórico, un 28%); pero también que ante el empate técnico entre las dos coaliciones alternativas que resultan practicables (progresistas y conservadores, ambas en un bloqueo mutuo de 144-143 escaños de un total de 349), la extrema derecha xenófoba de los Nuevos Demócratas (con casi un 18% de votos) se erige como decisiva, partidora del empate so pena de bloqueo del sistema, dejándolo, por demás, fuera de todo avance europeista en una Suecia que ha sido durante décadas un gran país referente del socialismo europeo.
Del mismo modo que, en EE.UU, la enérgica campaña de Obama en favor de los demócratas de cara a las mid-term elections invoca la importancia crucial de que los progresistas salgan de toda zona de confort. Asumiendo compromisos y riesgos, mediante el voto, antes de que todo empeore. También de este lado, en Europa, es urgente e imperativo que los progresistas voten, y que lo hagan con fuerza, en las elecciones europeas de 2019. Antes de que los avances del nacionalismo xenófobo y de las extremas derechas testados ya en Austria, República Checa, Francia, Alemania, Italia...y la última semana en Suecia, se traduzcan en más escaños vitriólicos antieuropeos en el PE... por incomparecencia o desmovilización de los europeístas que aún podemos evitarlo.
Publicado en Huffington Post