¿Cómo puede Cataluña aceptar un president mediocre, vicario, títere o ventrílocuo de un prófugo de la justicia?
Los primeros movimientos tras la prolongada parálisis en que se había sumido la política catalana desde diciembre de 2017 -aparente o perecedero como pueda revelarse ese desbloqueo- hacen correr ríos de tinta en torno a la personalidad y trayectoria del que dice ser nada menos que el "¡133!" President de la Generalitat, Quim Torra. Su historial de tuits y artículos abiertamente xenófobos, racistas y despectivos para con esa amplia mitad de ciudadanos de su propia comunidad que nacieron y se hicieron catalanes/as desde un origen familiar castellanoparlantes, suscita una reflexión acerca de cómo es posible -"¿cómo llegamos a esto?"- que una persona con perfil tan atrabiliario y ofensivo contra un segmento sustancial de una sociedad plural pueda resultar investido para ostentar la máxima representación institucional de Cataluña y de los catalanes.
De un tiempo a esta parte, tanto la ciencia política como la opinión periodística hablan de "supremacismo" (ese sistema de creencias y actitudes que pretende "superior", sucedáneo de "distinta", la pertenencia a un grupo étnico, lingüístico, cultural o social supuestamente incompatible con otra identidad o amenazada por otra contra cuyo mestizaje se reacciona) para referirse a lo que desde toda la vida conocemos como racismo, puro y duro. Europa entera -la UE, en su primer círculo- debe saber de una vez con quién se juega los cuartos el secesionismo unilateral, obcecado en su carrera contra la ley y el derecho democráticamente legitimado.
Cuando, en su paroxismo de victimismo impostado, el secesionismo lamenta en sus jeremiadas la "represión autoritaria" que les niega su (inexistente) "derecho de autodeterminación", tenemos la obligación de desvelar una estrategia orientada a provocar la inexorable respuesta de la legalidad, para explotar, acto seguido, el desgaste y el denuesto que viene persiguiendo y causa a la reputación del Estado constitucional sin tregua ni miramientos.
Pero su impacto en el paisaje político español es ciertamente sistemático; por barrios, es incluso sísmico, vista la contaminación que la "cuestión catalana" impone sobre toda la agenda.
Por un primer lado, el Gobierno del PP, instalado en modo pasivo-reactivo, añade a su clamorosa carencia de iniciativa política y de diplomacia pública (para contrarrestar el daño causado en el exterior) su propia subordinación a la condición impuesta por PNV ("levantar" el 155) para apoyar sus presupuestos a cambio de prestarles su aliento hasta el fin de la legislatura. Compitiendo a su derecha, Ciudadanos, que ha visto una vez más insuflada su voracidad electoralista por encuestas que les perfilan a cuchillo como el reemplazo del PP, opone su nacionalismo ("sin complejos", publicitan) a ese otro nacionalismo que pretenden combatir; pero ¿cabe imaginar cómo sería al día siguiente la España real, que es irreductiblemente plural y pluriidentitaria, si Ciudadanos pudiese imponer desde el Gobierno ese programa máximo revisionista y antiautonómico? ¿Cuál llegaría a ser entonces el nivel de conflictividad territorial y el consiguiente bloqueo institucional?
Por su parte, Podemos acumula a propósito de la cuestión catalana todas las contradicciones -incluso las hasta hace poco menos imaginables-, habiendo entrado en barrena con su humillante "consulta" para dirimir una cuestión de responsabilidad estrictamente personal e indelegable (la de sus dirigentes), a costa de estresar a su organización, que ya no puede esconder el doloroso contraste entre su despiadada y flamígera retórica moralizante y las pedestres miserias de sus comportamientos y de su gestión de conflictos.
Pregunta recurrente
Por su lado, el PSOE es muy consciente de que una competición dirimida sobre el eje de las emociones, las tripas y la simplificación reductiva de los proyectos políticos al dilema identitario, impone una cuesta empinada contra la tarea histórica de la izquierda de gobierno, del progresismo reformista y de la reflexión acerca del argumento discursivo, reflexivo y deliberativo en una democracia imperfecta, herida desde hace tiempo por la división y la desmovilización de su antiguo electorado.
Cunde en las capas medias, trabajadoras, ilustradas, que alguna vez confluyeron en el voto de los gobiernos de cambio, una pregunta recurrente, a estas alturas obsesiva: ¿Cómo ha sido posible que en el antes reputado "oasis catalán" -espejo, decían, de europeísmo, modernidad, apertura- haya calado en caldo gordo una investidura que desfonda por lo bajo todos los registros hasta ahora conocidos? ¿Cómo puede aceptar un president mediocre, vicario, títere o ventrílocuo de un prófugo de la justicia que se hace pasar por exiliado, y al que rinde pleitesía feudal a todas horas, la misma sociedad catalana que atesoró durante décadas aquella reputación? ¿Cómo resulta explicable la contumacia con la que una mayoría de votos favorables (¡65 contra 64!, en un Parlament de 135) persiste en una política de provocación/confrontación y búsqueda del conflicto, del choque de trenes, y de la inevitable respuesta a que todo Estado está obligado en su defensa del orden constitucional?
Es más, durante mucho tiempo se nos había invitado a asumir como premisa incuestionable que "cuando el perjuicio económico de esa huida hacia adelante afectase a las empresas", todo se revertiría. Que "en cuanto la Cataluña de la burguesía y de la gente de orden vea sus intereses estratégicos amenazados por el radicalismo anarquizante de los antisistema" (la CUP), el procés se detendría y al fin se revertiría....
Pero ni una ni otra premisa se han verificado hasta ahora. Diríase que no hay otro objeto, lema ni mantra político que el del nacionalismo, haciendo bueno el enésimo parafraseo del ya clásico "¡Es el nacionalismo, estúpido!"... Es esa pesadilla nacionalista que anula el discernimiento, haciendo imposible ese debate sobre los bienes públicos en una sociedad plural en que consiste la política.
Sí, la gran anomalía del paisaje político catalán reside exactamente ahí. En su momentánea (aunque ya va siendo duradera) renuncia al arco representativo de su pluralismo político en aras de un "movimiento" de superior jerarquía. En aras de este "movimiento" de "construcción nacional", las derechas burguesas y confesionales -o menestral o provinciana, lo mismo da, que da lo mismo- aparecen consociadas estratégicamente con los representantes de un electorado socialmente vulnerable (y por tanto dependiente de los servicios públicos que realizan derechos prestacionales) de ERC y la antigua IPC-Verts... E incluso se muestran finalmente dependientes del gran poder decisorio ("chantaje" político, se llama) de los "anticapitalistas" y "antisistema" de la CUP.
Esta Gran Consociación en busca de una artificiosa (diríase contranatura) mayoría parlamentaria (siquiera de un solo voto, siquiera sea por los pelos), que sin conflictos morales se disocia o se divorcia de la aritmética social (en la que, como mínimo, la mitad de los catalanes no votan bajo ningún concepto a fuerzas independentistas), es la actual y más señera expresión de una situación única que sume a la política catalana en la neurosis obsesiva del procés, la "ruptura con España" y su autoproclamada "República de Catalunya".
Reconstruir puentes
Para quienes compartimos el ánimo de reconstruir los puentes de convivencia que han sido dinamitados, nada hay tan prioritario como adoptar iniciativas que rehagan la creencia de que es posible y conveniente -porque es simplemente mejor- apostar por vivir juntos desde el reconocimiento y el respeto a las diferencias y singularidades. En un marco compartido -y por supuesto, acordado- de reglas vinculantes para todos, nada hay más prioritario que ayudar a restaurar el pluralismo político, cívico y cultural tan hostigado hoy en Cataluña por los independentistas y por su supremacismo.
Y nada hay pues tan prioritario como fracturar el bloque que tan artificiosamente (por encima de sus irreconciliables divergencias políticas, éticas y estéticas) conglomera en la actualidad a la derecha burguesa y confesional del PdCat (con sus terminales corruptas por años de latrocinio y abuso de poder pandémico), al republicanismo laico y vinculado al sector público (docentes y funcionarios) en torno a ERC, y al nihilismo antisistema. Nada, pues, tan importante como dividir -segmentándolo por sus contradicciones- al independentismo. Es la premisa necesaria para desatascar la política hoy bloqueada, obturada en la neurosis de la obsesión nacionalista.
Antes de poner fin trágicamente a sus días en su exilio brasileño (1942), el librepensador Stefan Zweig (autor del visionario ensayo que tituló "El mundo de ayer") dejó escrito: "He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra culturaeuropea".