Sorteando el cabo de hornos de la Navidad y Año Nuevo, la conversación nacional, las redes sociales y tribunas de opinión destilan melancolía.
Cruzando su rara espesura, combatimos la tentación de esa tristeza con autoinyecciones de motivación y exhortos de buenos deseos. Porque es difícil negar que 2018 arranca sin que se haya hecho perceptible ninguna tregua navideña.
Un doloroso hecho criminal -el asesinato de una joven, esclarecido tras una laboriosa y tenaz investigación de la Guardia Civil- ha ocupado casi todos los espacios durante los últimos días de 2017, dejándonos tras de sí una estela de lecciones escarnecedoras acerca de los vicios morales que minan la construcción mediática de nuestra realidad social. Actúa ahora la Justicia Penal; y el foco de su última ratio nos devuelve de bruces a un escenario saturado por el exceso de diagnóstico acerca de Cataluña tras el 21-D y una globalización todavía muy desordenada en el que la Presidencia Trump se perfila como amenaza a la estabilidad mundial.
Y es ahí donde un mismo telón de fondo parece recubrir escenarios muy distintos: la ausencia de liderazgos individuales y colectivos capaces de acortar distancias y sintetizar alguna suerte de integración de lo complejo.
El cuadro de situación descrito por el 21-D, y su posterior manejo por las fuerzas en presencia, da cuenta de la carencia de puentes entre "bloques" que dibujan líneas asintóticas: no son paralelas, pero no se encuentran. En la resaca de las elecciones catalanas, las cúpulas de los partidos aparecen ante sus respectivos públicos como si estuviesen encastilladas, cada una de ellas en su torreta, en un laberinto de relaciones de competencia cruzada.
La paradoja reinante ha sido descrita muchas veces: la misma ciudadanía que, cuando se le pregunta, reclama de sus representantes "soluciones efectivas", se alinea cuando vota con liderazgos intransigentes e incapaces de ninguna cesión y compromiso, en modo que quienes reclaman "diálogo y negociación" parecen premiar con su voto a quienes más lo impiden.
En escenarios abiertos y plurales, marcados por la ausencia crónica de hegemonías claras, no pueden acometerse ni resolverse los problemas políticos si no se aproximan posiciones. El mero paso del tiempo -sin actividad, sin iniciativa, sin movimientos orientados hacia alguna dirección- no resuelve esos problemas: los enquista, y por consiguiente, los empeora.
El caso práctico de estudio es, ahora, Cataluña. Nada podrá mejorar sin liderazgos que apunten a reconocimientos mutuos y a acuerdos sobre reglas de juego. Pasar de la potencia al acto de la reconciliación de una amplia mayoría de catalanes con una pluralidad de identidades compatibles -en convivencia entre ellas, por encima del conflicto- exige liderazgos individuales y orgánicos que apuesten explícitamente por el reconocimiento de la cuestión simbólica e identitaria planteada (y sus consecuencias políticas) a cambio de la renuncia a cualquier forma de ruptura unilateral de las reglas acordadas y blindadas por el ordenamiento jurídico. Lo que comporta la renuncia a toda desvinculación de la legalidad vigente (incluidas las sentencias de los tribunales de Justicia y del Tribunal Constitucional) por parte de los actores políticos de Cataluña y, particularmente, de los gobernantes de la Generalitat.
Pero hace falta un Gobierno; un Gobierno que haga algo. No solo "aplicar la ley" -que, por supuesto, hay que aplicarla, y para ello están los tribunales-, sino tomar iniciativas que abran paso a un escenario en que la legalidad -y sus demandadas reformas- proceda de la conversación y del acuerdo, no de su quebrantamiento por la vía de los hechos y por la imposición de la "fuerza normativa de lo fáctico". De nuevo: más Kelsen, menos Schmitt.
"La Comisión de evaluación del modelo territorial", propuesta de los socialistas, que apenas calienta motores desde la teatralización de su puesta en marcha, debe sobrevolar la mezquindad del guion pronosticado por los portavoces del PP y del Gobierno de Rajoy, tendiendo un puente hacia el futuro que sacuda la sombría y glaciar neblina con que ha amanecido este enero de 2018. Y la melancolía de los problemas pendientes que no se resuelven solos por el transcurso del tiempo.
Publicado en Huffington Post