Durante un precioso tiempo de esperanzas y zozobras compartidas, tras la decisión de mi compañera Trini Jiménez de concentrarse en la batalla municipal por la ciudad de Madrid, Manolo Marín fue mi vecino de asiento, como responsable él de Relaciones Internacionales y yo de Libertades y Autonomías, en la Ejecutiva Federal del PSOE que lideraba José Luis Rodríguez Zapatero.
Allí intercambié con él las muchas caricaturas que dibujé, en nuestros debates, de su planta bien barbada y de su erguida elegancia, y me gustaría pensar que conservó todos estos años.
Allí le recibí y escuché siempre con toda la atención a la que nos obligaba nuestro conocimiento de su impresionante trayecto personal y político. Diputado jovencísimo en las Constituyentes; después Secretario de Estado en el momento auroral del socialismo en el Gobierno; negociador de la adhesión de España a las Comunidades (como se las llamaba entonces) tocado con la fortuna de verla finalmente coronada por el éxito; firmante del Tratado de incorporación de España junto a Fernando Morán y el presidente González en el Palacio Real; primero Comisario europeo; y luego, al correr de los años, vicepresidente de la Comisión Santer...
Y allí sus intervenciones acompañaban, muy bien, su imagen caballeresca, circunspecta, sentenciosa y grave. Su experiencia y su talante adusto y señorial dibujaban a menudo un contrapunto apreciable frente o ante el renombrado optimismo que destilaba Zapatero, y del que se contagiaban -quiero decir, nos contagiábamos-, por efecto simpatía, la mayor parte de cuantos nos esforzábamos entonces por regresar al Gobierno... superando los reveses de un tiempo de oposición que no fue grato ni fácil.
Campeaba entonces en España la insoportable mayoría absoluta de Aznar II (2000-2004). Una mayoría absoluta y un Gobierno arrogante sin escrúpulo ninguno en la exhibición cotidiana de su "derecha sin complejos", y en la ocupación de intersticios y espacios institucionales, con vocación desinhibida de aplastamiento en los medios públicos y privados a cuantos le plantásemos cara (¡aquéllos telediarios de Urdaci! ¡aquélla Radio Nacional en la que escuchábamos a diario un recital infinito de polifonía del PP, y en la que "Operación Triunfo" "representaba los valores de la España del PP!"). Ya fuera en el Parlamento o donde fuere menester.
Me era del todo transparente que, tras su empaque de hieratismo y sobriedad, Manolo exhibía también, en la distancia corta, curiosidad, empatía, sensibilidad literaria, erudición, cultura.
Pero también, y sobre todo, enorme sentido del humor. Sus "cogitaciones", como él mismo calificaba, sus reflexiones sobre esto o aquello, se adornaban a menudo de una irreductible retranca, irónica refranera, irresistiblemente simpática, capaz de explosionar las carcajadas tanto en la conversación personal como en la alocución ante grandes auditorios. Me basta con evocar sus desternillantes intervenciones -de pura brillantez y elocuencia, bañadas en flema británica y en humor sofisticado- en las noches de la entrega de los Premios de la Asociación de Periodistas Parlamentarios mientras ocupó con nobleza la Presidencia del Congreso.
Porque vaya si volvimos al Gobierno. Lo hicimos Manolo, lo hicimos. De modo que la vida política le regaló aún -y a todos nosotros, miembros del Congreso, con él- el honor y el privilegio de la Presidencia de la Cámara Baja, "tercera autoridad del Estado", como a menudo se la enuncia. Y en ese oficio distinguió el parlamentarismo de entonces con sus grandes dosis de paciencia, su tolerancia, su capacidad de hacerse querer y respetar por todos, en un contexto en que la dialéctica parlamentaria, a pesar de la ferocidad con que el PP de Rajoy hacía oposición a ZP sin parar en mientes ni armas de todo calibre, no hacía imposible trabar relaciones de amistad y afectuosidad cordial con miembros de otras fuerzas políticas e incluso con duros adversarios.
Le recuerdo paseando sus tierras de Castilla-La Mancha, revisitando sus villas, pueblos y poblachones, como quien no precisara reencuentro tras la ausencia porque seguía siendo el mismo con los mismos sentimientos y mismas hechuras personales. Grande, grande entre nuestros grandes, como en la canción de Mina, mucho le hemos querido a nuestro amigo y compañero.
No es la primera vez que despedimos estos años a alguna figura inolvidable de la familia socialista. Gregorio, Alfonso Perales, Pedro, Carme, Toño...Todas sus ausencias nos duelen, nos dejan huella -no vacío-, heridas que no cicatrizan.
Mi abrazo a la viuda y a la familia de Manolo, que le llora, con mi conexión y mi vínculo fraternal hacia la memoria y la vida de un compañero único, perdido hoy, nunca olvidado.
Publicaco en Huffington Post