A los españoles de las generaciones vivas nos había costado mucho llegar hasta aquí.
Superando una historia torturada -nuestros siglos XIX y XX fueron una sucesión de asonadas cuartelazos, fusilamientos, insurrecciones, golpes de Estado, guerras civiles, masivo derramamiento de sangre, persecución y exilio-, habíamos compartido juntos un capítulo de éxito, el que arrancó en la Transición y ciclo constituyente a fines de los 70 del pasado siglo XX: Constitución, democracia, descentralización, libertades, incorporación a Europa y homologación con ella y con sus principales actores en todas las categorías en la que durante mucho tiempo habíamos soñado en equipararnos.
Los españoles, en efecto, veníamos de muy atrás: contrarreforma, represión, aislamiento, y confesionalismo católico, con su efectos penosamente retardatarios sobre la educación, la cultura, la investigación y la ciencia, la vida cotidiana, y sobre la asimilación del valor de las libertades civiles y del pluralismo político y social.
Pero viniendo de tan atrás, es también cierto que en los últimos 40 años habíamos llegado muy lejos: los artistas y deportistas españoles han destacado entre los más descollantes y admirados en el globo; hemos irradiado una creciente influencia en la cultura y en las letras con una lengua global; hemos acreditado instituciones consolidadas; y exportado emprendedores y líderes; y edificado una sanidad admirable; y promovido la integración de inmigrantes sin concesión al racismo ni a fuerzas fascistizantes; y, por primera vez, -con el Gobierno del Presidente Zapatero en que fui Ministro de Justicia- España pasó a ser vanguardia en nuevos derechos y apuestas por la igualdad. Ley de Igualdad; divorcio exprés; combate a la violencia de género; matrimonio igualitario; servicios para la dependencia y la autonomía personal; cambio registral de género para personas transexuales; pluralismo religioso...
Pero estos mismos españoles de las generaciones vivas -nosotros, todos nosotros- no habíamos asistido jamás a una operación orquestada para causar desprestigio y perjuicio -moral, reputacional- contra la imagen de España en Europa y en el mundo como la que han sufragado -mediante la malversación masiva de recursos públicos- los delirantes secesionistas que se han enseñoreado del Govern y de la Generalitatabusando de las instituciones de Cataluña como si les pertenecieran sola y exclusivamente a ellos, con marginación o atropello de cuantos no compartieran su hoja de ruta rupturista.
No se olvide un segundo que los independentistas que se han ciscado la ley y el Estado de Derecho -el Reglament del Parlament (despreciando a sus letrados); el Estatut de Catalunya (desoyendo a su Consell de Garantías); la propia Constitución (arts. 9.1 y 118) hasta incurrir de pleno en el Código Penal (desobediencia de libro frente a las resoluciones de los Tribunales de Justicia cuya autoridad no reconocen) son ciudadanos españoles.
Sí, los secesionistas son conciudadanos nuestros; compatriotas que, pese a compartir nuestro mismo pasaporte, han desatado sin reparar en mientes una batalla sin cuartel (invirtiendo para ello cuantiosos dineros públicos que desatendían así los fines lícitos que deberían haber cubierto) para desacreditar a España y deteriorar su imagen en todas las tribunas y medios exteriores a su alcance, singularmente en la UE, esa integración europea con la que habían soñado nuestros mayores y tanto nos había costado materializar entre todos.
El daño causado es real. Y enorme. De modo que hemos sido muchos los parlamentarios europeos que hemos debido bregarnos en todos los formatos posibles y en todas las esferas de nuestra representación para afrontar y combatir la ofensiva desatada contra la imagen de España en Europa y en el mundo.
La caricatura grotesca perpetrada en su campaña por los secesionistas, por la que se difama a la democracia española como una mera fachada de un "régimen represivo" que habría prorrogado el franquismo ¡42 años nada menos desde la muerte de Franco! insulta la inteligencia. Pero sobre todo ofende a cuantos españoles nos hayamos dejado la piel por convivir en libertad, "reconciliándonos por fin con nuestro pasaporte español". Y por transportar al mundo una imagen de España no ya "normalizada" y "homologable" en Europa, sino moderna, avanzada, admirable en tantos ámbitos y ello no obstante autoexigente, en un proceso constante de amejoramiento al servicio de valores ejemplares en la conciencia global: solidaridad (ahí está nuestra actitud en la donación de órganos), expansión de libertades y de la democracia; cooperación al desarrollo; mantenimiento de la paz...
El ejército español dejó hace mucho de ser la más remota o latente "amenaza" de injerencia en la política interna de nuestra democracia (-a todo lo largo del Procés , por feas que se pusieran las cosas, no hemos escuchado siquiera un resoplido por su parte-): va siendo hora de afirmar que, tras la derrota final y desaparición de ETA, el único rescoldo de la larga oscuridad de la dictadura franquista con que todavía bregamos es el grotesco "antifransquismo" con que se llenan la boca los secesionistas, al socaire de su discurso de odio supremacista, profundamente antieuropeo, y de su insolidaridad para con el resto de España y de los españoles.
Por esas y tantas razones, duele leer estas semanas la prensa internacional (no solamente en inglés sino también en otras lenguas). Duele ver los telediarios e informativos de las grandes cadenas internacionales, engañándose con las dolencias y tensiones causadas deliberadamente desde la insensatez y la irresponsabilidad por la fractura causada por los independentistas con quebrantamiento y desprecio de la legalidad y de la Constitución de la que su representación y autoridad traía causa.
Y es verdad que ninguna reflexión a propósito de tan incuantificable daño reputacional estará del todo completa sin señalar la pésima gestión efectuada ante semejante ofensiva por el Gobierno del PP: ninguna visión, ninguna anticipación, ninguna diplomacia pública efectiva, ninguna comunicación pareja a la envergadura del envite en cuanto a inversión de medios para atajar el destrozo causado sobre nuestra imagen en un buen número de países y sociedades relevantes para nuestra acción política.
Pero una vez dicho esto, insisto aquí en lo medular: ofende, indigna y sulfura sobremanera que los secesionistas no hayan reparado en gastos (malversación de fondos públicos) para ofender un país al que ni quieren ni respetan -al contrario, su retórica supremacista de tintes gruesos y racistas, indica que lo desprecian-, aunque, por más que les pese, siga siendo su país: el país de su pasaporte; el país de su DNI; el país de su ciudadanía (y de sus perímetros múltiples); el país de sus derechos y de sus libertades con sus garantías más preciadas: la España constitucional.
E indigna, particularmente, la banalización de la represión franquista y de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura; los verdaderos represaliados, los exiliados, los que fueron fusilados y quienes fueron presos políticos de la dictadura. Los que de verdad fueron víctimas del franquismo y del fascismo tienen todo derecho y autoridad para expresar la indignación que concita la impostura demenciada de los secesionistas que, en Bruselas, se hacen pasar por "refugiados" mientras se regocijan del vociferante aplauso de las extremas derechas xenófobas y antieuropeas -para empezar, de la flamenca- que sueñan con la implosión y voladura de la UE para dar paso a su una miríada de microsoberanías reaccionarias.
Publicado en Huffington Post