En el transcurso de estas últimas semanas, tan cargadas de tensión, los profesores de Derecho constitucional hemos debido multiplicarnos explicando el art. 155 CE. Y las disposiciones del "Derecho Constitucional de Excepción o de Emergencia": arts. 55, 155 y 116 CE. Y la legislación que autoriza intervenciones extraordinarias del Estado sobre las CCAA (Ley de Seguridad Nacional, entre otras).
Se trata de esa previsión que no habíamos pensado jamás haber tenido que glosar con profusión semejante. Pero, en circunstancias tan dramáticas, hasta las cláusulas más inusuales de la Constitución han buscado referentes en el Derecho comparado de los Estados miembros (EE.MM) de la UE: sobresalientemente, en el art. 37 ("BundesExecution" o "coerción federal") de la Constitución Alemana (LFD de 1949). Y en los dispositivos análogos (Const. Italiana, art.126; Const. Austríaca, art.100; Const. Portuguesa, art.235) por los que los Estados Constitucionales de nuestro entorno europeo pueden garantizar su fuerza normativa y su efectividad ante amenazas sumamente extraordinarias, de inusitada envergadura.
Dos advertencias adicionales se han hecho, además, imprescindibles: a) El "Derecho de Excepción" ha sido, en todas partes, concebido y diseñado para no tener nunca que ser aplicado... Salvo llegado el supuesto de extrema necesidad. La mejor hipótesis es siempre no tener siquiera que estrenar su aplicación... que nunca hubiera sido posible "haber llegado hasta aquí", desde la premisa asumida de que "nunca debimos haber llegado a este punto" en que la necesidad se transforma en fuente de Derecho (la "fuerza normativa de lo fáctico"); b) tan constitucional es el resto de la Constitución -democracia, derechos, procedimientos y garantías- como su "Derecho de Excepción" para situaciones de "emergencia", porque ningún Estado puede permitirse, sin más, el incumplimiento de su legalidad cuando éste se manifieste en su expresión más plena: incumplimiento doloso, sostenido en el tiempo, flagrante en su ofensiva lesividad y, lo más importante, perpetrado por autoridades o agentes del poder público que desprecian la legalidad de la que su propia legitimación trae causa.
La consecuencia, inexorable, es manifiesta: quienes quebrantan deliberadamente las leyes y no reconocen al Poder Judicial independiente del Estado, ni respetan sus resoluciones... ¿con qué autoridad esperan que nadie, a partir de esa ruptura, desacato, desobediencia, sedición y rebelión contra el Estado, pueda mostrarse dispuesto a acatar sus propias normas o decisiones en lo sucesivo? Todo el edificio del ordenamiento jurídico del Estado se desmorona si el Estado no se muestra capaz de asegurar su vigencia, su efectividad, y, llegado el caso, su credibilidad.
De hecho, todo el ordenamiento jurídico ha sido inconscientemente diseñado para resistir un (acotado y reducido) nivel de incumplimiento. Pero ninguno puede permitirse resistir -ni sobrevivir- a su incumplimiento masivo, su desobediencia dolosa y sostenida en el tiempo... por los propios titulares de la autoridad investida para el ejercicio de su potestas por ese mismo Derecho al que pisotean y desprecian.
A partir de ahí, la discusión transita al territorio de las responsabilidades: nadie está exento de errores -por graves que hayan sido en el pasado- pero en Derecho no hay poder sin responsabilidad (art.9.3 CE). Y la responsabilidad descansa, aquí, en este desaguisado, en quien lleva años incumpliendo las normas constitucionales y el Estatut de Cataluña teniendo el deber inexcusable de acatarlo, cumplirlo y hacerlo cumplir: Son, sí, esos insensatos e irresponsables gobernantes al frente de la Generalitat quienes nos han arrastrado a este demenciado escenario de confrontación civil, social y política que hoy divide a Cataluña. Y que se ha expandido a toda España y la UE. Con graves consecuencias económicas, financieras y laborales contra la ciudadanía -catalana, española, europea, y todo ello al mismo tiempo- que tiene derecho a esperar que sus instituciones les amparen frente a la inseguridad, incluidos los remedios extraordinarios de que dispone el Estado llegado el caso más extremo. Y es evidente que ha llegado.
La provocación constante, el victimismo impostado, y el martirologio hipócrita de los secesionistas, ponen de manifiesto una estrategia diseñada y ejecutada con abyecta precisión: ¡pedir a gritos la respuesta obligada del Estado en defensa de la legalidad quebrantada... para presentarla después como un "atropello a un pueblo"! Tan delirante exasperación de la retórica del odio, demagogia populista y distorsión demótica del proceso político conduce inexorablemente, aquí y ahora en España, al 155: ¡Exactamente lo que los secesionistas desde el principio querían! Es lo que venían buscando quienes han desencadenado esta espiral dolorosa de enfrentamientos y descrédito del Estado de Derecho dentro y fuera de Cataluña, dentro y fuera de España, dentro y fuera de la UE, invirtiendo para ello masivas sumas y recursos, ingente dinero público, sin reparar en mientes ni frenarse ante el ilícito.
El Estado está, sí, es claro, obligado a responder. Pero también y sobre todo, a emprender ¡de una vez! una estrategia eficaz de diplomacia pública ¡Explicación! ¡Pedagogía! ¡Esclarecimiento! ¡Hechos contrastados frente a fake news y frente a post-veritat!
Restablecer la imagen del Estado Constitucional ante los mass media del mundo y las opiniones públicas permeadas por el mantra de la mentira institucionalizada por los secesionistas desde sus coches oficiales. De acuerdo con este delirio, toda España es Francolandia, los catalanes "no pueden votar" ni "han podido votar nunca"... ¡porque sufren la "violencia represiva de la policía franquista y de su Guardia Civil"! (¡presentada en muchos medios extranjeros como una "fuerza paramilitar" expresamente prohibida por el art. 22.5 CE!).
No me cuento entre quienes critican al Gobierno del PP "por no haber aplicado antes el 155", sino entre quienes protestamos por su imperdonable torpeza e inacción, su falta de estrategia y visión, su instalación en un no hacer, pasivo-reactivo, en el que con razón es hoy un lugar común denunciar que los secesionistas han tenido todo el tiempo la iniciativa y la ofensiva, y han ganado por ahora -por incomparecencia de sus alternativas- la batalla de la (contra)comunicación con mentiras populistas y "hechos alternativos" que deberían ser contrastados.
Dos últimas observaciones: a) Se avecina un conflicto prolongado. No se resuelve ni se disuelve algo así de un plumazo en el BOE. Pero ese reconocimiento no exime de ninguna actuación a la que estén obligados el Gobierno y las instituciones en defensa de la legalidad. b) La Reforma Constitucional es una pieza imprescindible de la reparación de tantos errores pasados y hasta de la esperanza de un futuro posible, tal como sostiene el PSOE con coraje; no para "apaciguar a los independentistas", sino para sentar las bases de una nueva convivencia que no sea solo la conllevanza de identidades en conflicto.
Y un desahogo personal: me indigna, sobremanera, que desde el secesionismo se ose llamar impunemente "fascista" o "franquista" con agresividad insultante a todos los que no nos mostramos dispuestos a soportar sus imposiciones unilaterales a pesar de su flagrante violación de todas las reglas y garantías acordadas, y de la voladura de todas las bases de una convivencia cívica tan preciada como frágil. Y me indigna que, tras 40 años de democracia y derechos con garantías en España, se autoproclamen "presos políticos" y se denuncien "torturas policiales" ante los mass media del mundo: no es que no sepan de qué hablan. Es algo peor: desprecian hirientemente, con su banalización del dolor, a los que de verdad hayan sufrido alguna vez persecución política o torturas policiales, la lucha contra la opresión y contra las dictaduras que sigue mereciendo la pena para las necesarias causas de la libertad.
Publicado en Huffington Post