Ni el Parlamento Europeo, ni los ciudadanos de los 27 Estados miembros (EE.MM), tuvieron ninguna oportunidad de votar en el aciago referéndum del Brexit: lo hizo una exigua mayoría de ciudadanos británicos.
Solo entonces se puso en marcha en las instituciones de la UE una deliberación a propósito del camino a seguir. Primero, la articulación de una posición común desde la que negociar el divorcio del Reino Unido con el resto de la UE, desde la conciencia clara de que el Brexit, por ingrato e indeseado que nos pareciese a muchos, era tanto el corolario de una secuencia de errores británicos y europeos, como un hecho consumado que obligaba a los demás EE.MM y a la UE a resituar sus posiciones. Y luego, la conformación de un equipo negociador -dirigido por el antiguo ministro francés, eurodiputado y comisario europeo, Michel Barnier, con el apoyo del Parlamento Europeo-, cuyo mandato negociador fija sus prioridades en tres: a) Velar por los derechos de los ciudadanos europeos; b) Asegurar la integridad de las cuatro libertades constitutivas del Mercado Interior -tal y como están interpretadas por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia-; y c) Afirmar criterios de justicia en el reparto de los costes financieros y económicos de la separación. Esta es la posición de la Unión Europea. Y es una posición clara.
En cambio, del lado británico solo vemos confusión, contradicciones, zigzagueos, una cosa y su contraria. Y división y tensiones a la hora de afirmar su posición negociadora. Así, hemos visto deportaciones de ciudadanos europeos; y hemos asistido a una espiral de división social, generacional y territorial: la fractura divisoria de la propia sociedad británica. Ese y no otro es ahora el resultado de un referéndum desdichado, en el que, como tantas otras veces, se han salido con la suya los peores fantasmas de la eurofobia y la antieuropa: el nacionalismo reaccionario y la demagogia populista, azuzadas casi siempre por esa extrema derecha cuyos discursos infames hemos soportado, una y otra vez, en los debates de la Eurocámara.
Porque esos son, exactamente, los fantasmas contra los que nació la UE. Y esos son los enemigos a los que se enfrenta la UE y a los que los europeos de convicción europeísta tenemos el deber de derrotar. Y de asegurar estrategias para que les sobreviva la voluntad de integración que ha escrito los mejores capítulos de la construcción europea.
Publicado en Republica.com