La estampa de Donald J. Trump como presidente electo de los EEUU a la mañana siguiente de las elecciones del martes 8 de noviembre fue recibida globalmente con una mirada de sorpresa, asombro, consternación, conmoción, preocupación, salpicada de brotes de indignación y pánico contenido.
Desde entonces, la cascada de editoriales, artículos de opinión y sesudos análisis que se han aprestado a dar cuenta del impacto de este hecho y de su significado, han abundado en expresiones como "inquietud", "incertidumbre", "perplejidad" y "vértigo".
De un modo u otro, esos vocablos actúan como subterfugios de una sensación extensa: miedo. Miedo ante la revelación de hasta dónde podría alcanzarnos, a todos, queramos o no, esta ola expansiva de rampante populismo reaccionario. Miedo ante la sola idea, enloquecedora, de que Trump haga, efectivamente, en la presidencia de la que sigue siendo primera potencia del planeta en PIB y en Defensa (capacidad militar), lo que ha anunciado que hará en la larguísima campaña que lo ha catapultado a la encarnadura global de esta "internacional populista" autoritaria y reaccionaria que está sacudiendo uno a uno todos los espacios políticos a rebufo del cabreo y malestar acumulados por quienes se sienten "perdedores" de la globalización, sin comprender lo que pasa.
De la plétora de análisis, tribunas y comentarios que acuden a explicarnos ex post lo que nadie había previsto con claridad ex ante, me importa subrayar dos datos:
a) En primer término destaca la respuesta en la calle de las principales ciudades de EEUU -que incluye manifestaciones, altercados, desórdenes públicos e incluso intercambio de disparos al fragor de la crispación generada-, además de concentraciones y movilizaciones en todas las latitudes del mundo. Buena parte de la sociedad americana expresa así su protesta ante un hecho que -si no insólito- tiene escasos precedentes en la historia constitucional de los EE.UU; el último, cuando Al Gore reconoció su derrota ante George W. Bush pese a haber acumulado más votos populares que éste. Así, efectivamente, también esta vez Donald Trump se ha hecho con la presidencia pese a haber obtenido menor número de sufragios totales (60.541.308) que su rival Hillary Clinton (61.318.162): casi 800.000 votos menos.
Sólo la aceptación de un sistema electoral centenario y obsoleto basado en la acumulación de los mandatos indirectos de los electores presidenciales, desigualmente distribuidos en cada uno de los 50 Estados de la Unión, explica que un menor número de votos resulten en una abrumadora hegemonía de color rojo (el color de los republicanos) frente al azul (de los demócratas): en efecto, el rojo republicano inunda todo el centro y el Mid-West (menos poblado) frente a la victoria demócrata en las dos franjas este y oeste (la zona más poblada). Donald Trump galopó durante toda la campaña una ofensiva retórica de deslegitimación del sistema electoral ("totally rigged and corrupt!")... condicionada en sus efectos a que ganara él... y solo si ganaba él.
Pero lo cierto es que el sistema ha acabado redundando a su favor; con menos votos que Clinton, Trump ha acabado alcanzando la Presidencia de EEUU, habiendo asegurado la concesión de su derrota por la candidata demócrata, que no hizo en su discurso ni una sola referencia a su mayor número de votos ciudadanos en el recuento total (con un comportamiento ejemplar de lealtad al sistema que tanto denostó Trump).
b) Pero hay un segundo elemento que me parece destacable. Y es que, de la lectura de la abundante masa de comentarios periodísticos suscitados por la victoria de Trump, se desprende una paradoja cuyos riesgos merecen ser denunciados, y sus efectos, combatidos.
La paradoja tremenda es que, bajo la apariencia de una crítica a la brutalidad, inconsistencia, ignorancia e ineptitud para el cargo que suscitan ampliamente las actuaciones, declaraciones y expresiones proferidas por Trump durante su campaña (ofensas a mil colectivos, calculada incapacidad para pedir disculpas por sus excesos -gruesos insultos de "corrupta" y "criminal" contra H. Clinton ("Hillary to prison!") habiendo llegado a reclamar para ella un "Drug Test" a efectuar antes de cada debate...)- lo cierto es que muchos comentarios exaltan sin recato la pretendida eficacia de semejante campaña. Y lo hacen presentando a Trump como "alguien que sabe hablar el lenguaje que el americano medio quiere oír"..., "haciendo llegar su mensaje mejor que su rival demócrata". Del mismo modo en que se ha dicho que Obama era votado porque "tú querías ser como él...", Trump es ahora votado porque "¡él en verdad es como tú!".
¿Supuestas verdades como puños? ¡Encubren, en realidad, simiescos puñetazos que se hacen pasar por verdades!
Se colige de todo esto una interpretación benevolente de las virtualidades del populismo, en realidad apologética -cada vez más explícita y cada vez más rendida- de la demagogia ramplona y las mentiras masivas como herramienta de campaña. Un canto al nuevo lenguaje directo, a la agresividad divisiva y destructora, que conduce a la retórica del odio y a la explotación del miedo al otro y a los cambios imputables a la globalización.
Como español, como europeo, como ciudadano y como socialista no puedo aceptarlo, ni me resigno a que la confrontación política basada en la razón democrática ceda y se autoderrote ante ese populismo matón, amedrentador, grosero e intimidatorio.
Finalmente, en los cada vez más indisimulados elogios sobrevenidos a la campaña de Trump, hay un riesgo preocupante: que nos lleve por delante a todos. Y todo lo que nos importa. No puedo aceptar -y no lo acepto- que la contraposición racional de argumentos políticos sea desplazada largamente -amenaza con estar ahí para quedarse- por la corrosiva bestialidad de un supuesto "lenguaje directo" (plain talk), tan carente de los frenos debidos al elemental respeto a los oponentes (y de las diferencias) como tóxico para la convivencia en sociedades abiertas que arriesgan serlo cada vez menos y de achicar espacio al pluralismo y a la diversidad.
El riesgo del populismo es demasiado alto. The White House has fallen... la Casa Blanca ha caído ante su asalto. Europa debe hacerse fuerte para hacer frente a este embate.
De la enormidad de la tarea socialdemócrata para defender la libertad y el modelo social europeo, hablaremos en próximas entregas.
Publicado en El Huffington Post